domingo, 18 de junio de 2017

EL ASESINO DE LA CALLE SELGAS


EL ASESINO DE LA CALLE SELGAS

Entre las historias de malvados asesinos que han circulado por el acervo popular de Lorca, hay una que merece especial atención. Son hechos poco conocidos en profundidad, dado el matiz escabroso de los mismos y, quizá, a consecuencia del interés de algunos poderes ocultos por desvirtuar su realidad. Su conocimiento se lo debo a Pedro Colón, un joven policía destinado en la comisaría de la ciudad durante los primeros años del siglo XXI, y que hoy se ha convertido en un gran detective, destinado en la Brigada Central de la comisaría de la calle Génova, en Madrid, y del que pronto tendré que contar algunas de sus hazañas.
El caso es, que un día de otoño de 2001, mientras tomábamos unas cervezas en el antiguo pub El Convento, que nos había servido Diego Jodar, me contó que, curioseando en los archivos, había encontrado el expediente de Atanasio el Rastrojo y me fue contando, a su manera, la singularidad de unos hechos ocurridos a finales del siglo XIX en la calle Selgas, cuando esta era una de las principales calles de la ciudad y conocida como calle de las tiendas.
Pedro Colón me contó que, a principios de 1890, comenzaron a aparecer restos de cadáveres en la calle Selgas, a la que da nombre el periodista y escritor lorquino José Selgas, autor, entre otros, de los libros La primavera, El estío o Flores y espigas. Se trataba de huesos de piernas, brazos, troncos y un cráneo irreconocible. La sensación de terror se fue apoderando de los habitantes que no encontraban explicación para la macabra aparición de aquellos huesos. Algunos hablaban de la acción de algún bromista, otros de la acción de un espíritu atormentado que buscaba venganza. La preocupación fue en aumento y las autoridades comenzaron a investigar.
Se encargó el caso a Fortunato Reina, un policía socarrón y pragmático que solía decir que detrás de cada hecho siempre estaba la mano de un ser vivo y que no creía en la intervención de nada que no fuese de este mundo. Fortunato puso discreta vigilancia en la calle para ver si identificaba al misterioso colocador de restos humanos. Hasta entonces habían aparecido huesos en varios puntos: primero, en la confluencia de Selgas con la calle Álamo; después, cerca del comienzo de la calle Martín Piñero; y más tarde, en una zona próxima a la calle Fernando V. Habían aparecido dentro de cajas de madera o liados en trozos de tela, o dentro de un serón de esparto.
Fortunato advirtió que iban siguiendo un camino determinado. Tras aparecer un cráneo dentro de un cesto de mimbre a la altura de una casa situada a pocos metros del inicio de la calle Paradores, Fortunato inspeccionó con detenimiento el hallazgo y encontró unos pendientes con pequeñas perlas engarzadas con estaño. Después, fue pasando el tiempo sin que aparecieran más restos. Fortunato se centró en conocer a quién pertenecían los pendientes. Durante varias semanas, dos oficiales recorrieron parte de la ciudad mostrando los pendientes hasta que una mujer, que vivía en la calle Cava, los reconoció: «Los vi llevar a mi vecina, pero la pobre María hace más de tres años que murió» dijo al oficial. Fortunato, dando pábulo a su intuición, en vez de hablar con los familiares de la difunta, consiguió una autorización del juez para abrir la sepultura. De ese modo descubrió que había sido manipulada en fechas recientes y, ante su asombro, comprobó que faltaban los restos del cuerpo.
Fortunato se presentó en la casa de la difunta. Le recibió Jacinto, su hijo, un joven que tenía entonces diecinueve años. Ante las preguntas de Fortunato, Jacinto le explicó que su madre había aparecido muerta en extrañas circunstancias, que habían pensado que su muerte se debió a un terrible accidente al ser atropellada por un coche de caballos, pero que él albergaba una duda. Posteriormente, la gente le había dicho que a su madre la rondaba un hombre cuando su padre no estaba en casa, que después desaparecía durante unas horas, y que volvía más tarde con una expresión muy cambiada. Él nunca había notado nada. Fortunato le preguntó si conocía a aquel hombre del que le habían hablado y Jacinto solo le dijo que en una ocasión pudo ver a un hombre que cubrió su rostro al percibir su presencia en la casa. El policía no le dijo nada acerca de su descubrimiento en la tumba de su madre.
Pasaron los días y no continuaron apareciendo restos. Fortunato fue investigando en los alrededores de donde habían aparecido huesos. Sospechaba que su colocación no había sido casual. Así descubrió que los huesos aparecían frente a casas de hombres de buena posición económica, muchos de ellos casados y de reconocido prestigio social. Cuando habló con ellos, todos negaron conocer a la difunta y ninguno supo darle explicación razonable para lo sucedido. Fue en la última casa, justo donde había aparecido la cesta con el cráneo, donde Fortunato notó un cierto nerviosismo en el dueño al mencionar el nombre de María. Le mostró una foto, que le había facilitado su hijo Jacinto, mientras le miraba fijamente. La forzada serenidad le hizo sospechar. Se despidió rogándole que si recordaba haberla visto alguna vez, no dudara en decírselo.
Poco después, todas las noches, más o menos a la misma hora, un coche de caballos pasaba junto a la puerta de Atanasio y arrojaba una cuerda en forma de horca. Aquello fue minando la serenidad de Atanasio que una noche salió al encuentro del carruaje armado con una escopeta e intentó detener al cochero disparando al conductor que iba protegido con un pañuelo cubriéndole el rostro. No pudo conseguirlo, pero a la mañana siguiente se plantó en la comisaría y dio parte de los hechos. Fortunato aprovechó para volverle a interrogar mientras mandaba a que registrasen su casa. En los sótanos de la misma se descubrió una especie de mazmorra, prendas de vestir íntimas de mujer, y un colgante que resultó pertenecer a una joven que había desaparecido dos meses atrás. Aunque la responsabilidad sobre la muerte de María no parecía estar clara, en el caso de la joven desaparecida, las pruebas incriminaban a Atanasio, por lo que Fortunato decidió detener a Atanasio y someterle a un intenso interrogatorio con dureza, intimidación y tortura. Con el paso de los días, el Rastrojo se ablandó y terminó confesando.
Su modo de actuar era sencillo: engatusaba a las mujeres con promesas de convertirlas en ricas, las llevaba a su casa, y allí las ataba y amordazaba en el sótano. Luego ofrecía el disfrute de sus cuerpos a hombres acaudalados y sin escrúpulos. Posteriormente las amenazaba con matarlas si contaban algo a alguien y no dudaba en cumplir su palabra cuando alguna se negaba a volver a ser sometida. El Rastrojo confesó que María le había insinuado que daría parte a la policía y que tuvo que silenciarla. También confesó su responsabilidad en el caso de la joven desaparecida cuyo cuerpo apareció enterrado en las faldas del castillo.
Pero había un tema sobre el que Fortunato tenía curiosidad. ¿Quién había sido la persona que había puesto los huesos de María apuntando a la casa de Atanasio y cómo había sabido de la responsabilidad del Rastrojo? Su primera intuición le llevó a hablar con Jacinto, el hijo de María. Le recibió con una mal disimulada satisfacción. Y le explicó que había conocido las artes del Rastrojo por un amigo a quien le había ofrecido disfrutar de una joven unos meses atrás. Entonces sospechó de él, pero no tenía forma ni medios para demostrar nada. Se le ocurrió ir al cementerio y utilizar los huesos de su madre para señalar el camino que llevaba a su posible asesino. Al fin y al cabo, su madre habría aprobado su acción si conseguía que fuese vengada su muerte. También confesó ser el conductor del carruaje que dejaba la cuerda en forma de horca sobre la acera y frente a la casa de Atanasio, lo que contribuyó a que fuese investigado.
Meses después, Atanasio el Rastrojo fue juzgado y condenado a cárcel para el resto de sus días. Previamente se habían conocido los orígenes y andanzas de aquel malvado asesino que rondaba los cuarenta años, de complexión fuerte, moreno, de piel curtida y estatura media. Era natural de una pequeña aldea de La Mancha, hijo de campesinos humildes y trabajadores, que se dedicaban a la siembra y sementera del trigo. Era un bravucón sin moral ni credo, mentiroso y ambicioso, que se había marchado de su aldea para hacerse rico a costa de lo que fuese. Sus primeros pasos habían recalado en Albacete, donde hizo dinero con negocios turbios y de donde tuvo que huir para evitar un ajuste de cuentas. Después se instaló en Lorca, donde su crueldad y codicia le llevó a convertirse en un asesino despiadado.
Cuando Pedro Colón terminó su relato, ya eran altas horas de la madrugada, casi la hora del cierre del pub El Convento. Me despedí con agradecimiento por la historia que me había contado y quedamos para una nueva ocasión, ya que me aseguró que conocía otros casos que seguro me iban a interesar. A la vuelta a casa, di un rodeo, subí por la calle Álamo y enfilé la acera izquierda de la calle Selgas. Durante todo el trayecto intenté imaginar cómo habían ocurrido las cosas más de cien años atrás. Aún siento el escalofrío que sufrí al pasar por donde estuvo la casa de Atanasio el Rastrojo y pensar en las atrocidades que se habían cometido en sus sótanos. En el lugar más insospechado anida el mal, y es imposible eludir su carcoma.

RELATOS BREVES
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Mariano Valverde Ruiz ©                           
                            
 



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