LEYENDA DE LA GRANADA
La mayoría de la gente
no cree en las leyendas, las considera cuentos ubicados en el pasado que no
corresponden a la realidad. Ahora, cuando me dispongo a contar mi experiencia,
siento un poco de pudor, porque yo era una de esas personas incrédulas que solo
veía en las leyendas simples ejercicios literarios, fantasías ilusorias. Alguna
vez había escuchado que, a lo largo de la historia de Lorca, habían sucedido
hechos legendarios que no se conocían en la actualidad. Uno de ellos es el que
relata la Leyenda de la granada.
Todo comenzó a finales
de julio de 2016 en la Biblioteca Histórica de la Universidad Complutense de
Madrid, donde se guardan documentos del siglo IX al siglo XIV, muchos de ellos
procedentes de la antigua Biblioteca Catedralicia y Real de Toledo. Yo estaba
realizando una labor de investigación para mi Trabajo Final de Grado cuando
descubrí, por puro azar, un texto del siglo XIII que relataba una leyenda cuyo
escenario se ubicaba en la Sierra de Almenara, cerca del castillo de Felí. Me
llamó poderosamente la atención porque mis padres son de origen lorquino y me
habían hablado de esa pequeña fortaleza.
El texto estaba escrito
en castellano antiguo, pero pude entenderlo con facilidad, cuatro años de
estudios en Historia Medieval dan para bastante. El autor, un escribano de
Alfonso X, describía el lugar exacto de los hechos. Mencionaba que había
conocido la historia que narraba por boca de un cautivo, apresado por las
tropas del infante Alfonso cerca de un nacimiento de aguas en la ladera de la
sierra, en un paraje donde se formaba un pequeño embalse rodeado de pinos, y
del que se deslizaba un hilo risueño de agua cristalina que iba a parar a una
rambla.
Después contaba que en
ese paraje se producían hechos mágicos. Tenían lugar si durante una noche de
luna llena de fínales de agosto, en fecha de signos impares, una joven comía
una granada mientras daba vueltas alrededor del embalse sin que se le cayese al
suelo ni un solo grano de la fruta. Entonces, del interior de las aguas emergía
la imagen de Aya, una bella mora que le concedería el deseo que debía repetir
al comer cada grano de la granada.
En los siguientes
legajos narraba el origen de la leyenda, probablemente de finales del siglo XI.
Explicaba que Fátima, hija del jefe de la guardia del castillo de Felí, mantenía
una secreta rivalidad con Aya, hija del alcaide árabe, gobernador del castillo,
y futura esposa del gobernador del castillo de Tébar. Fátima deseaba todo lo
que representaba Aya: lujo, riqueza y posición, ya que su padre la había
prometido al hombre que Fátima amaba, y aquello la irritaba sobremanera.
Fátima concibió un plan
siniestro. Se hizo muy amiga de Aya y con engaños consiguió llevarla a solas
hasta el paraje del nacimiento. Allí le ofreció ser la dueña del mayor tesoro
traído por su padre desde Damasco, un secreto que se escondía en el fondo del
embalse y que convertiría su belleza en eterna. Le aseguró que había poca
profundidad y que su valor solo pertenecería a la joven que lo encontrara. Le
pidió en contrapartida que se intercambiase por ella tan solo una noche. Aya,
deseosa por descubrir lo que se guardaba en el interior del agua, aceptó.
Fátima sacó dos granadas que guardaba entre sus ropas, lanzó una de ellas al
centro del embalse y le dijo que debía sacarla junto con el tesoro y comérsela
antes de que ella hiciese lo mismo con la otra. Si lo conseguía, su belleza
jamás tendría parangón con ninguna otra mujer.
Fátima comenzó a
caminar comiendo cada grano mientras deseaba, con todas sus fuerzas, que Aya
nunca saliese del agua. Esta, ilusionada, se fue adentrando en el embalse con
rapidez y llevada por su ímpetu, resbaló, se hundió, y su cuerpo desapareció
entre las aguas mientras las ondas del embalse borraban el reflejo de la luna.
Fátima regresó al castillo poco después. Nadie sabía que Aya había salido
aquella noche, y nadie pudo explicar su desaparición. Tras infructuosas búsquedas,
meses más tarde, el gobernador de Felí se dio por vencido. Al no tener más
hijas, acudió al jefe de su guardia para que fuese su hija Fátima la que se
entregase en matrimonio al gobernador de Tébar, y así poder cumplir con su
palabra.
Años después, las
gentes del lugar comentaban que la fortuna de Fátima se había debido a que una
dama azul, emergida de entre las aguas, le había concedido el deseo de ser la
esposa del rico gobernador del interior de la sierra tras haber comido una
granada en una noche de luna llena sin derramar ningún grano. La misma Fátima
se ocupó de alentar la leyenda omitiendo el lugar exacto donde había
desaparecido Aya, lo que provocó que en cualquier lugar donde hubiese agua se
intentase el ritual.
He de admitir que la
leyenda me impresionó. Quise conocer el paraje lorquino donde se desarrollaron
los hechos y a finales de agosto me desplacé hasta Lorca. Hice las compras
necesarias en el mercado de Purias y me fui hasta el paraje de Villa Real,
donde tras varias averiguaciones, supe que aún manaba el manantial descrito en
la leyenda y que había un embalse dentro de un complejo turístico destinado al
golf. Iba decidida a tentar la suerte y pasar allí aquella noche de luna llena.
Era 27 de agosto, fecha impar, como precisaba la leyenda. Seguiría el ritual y
pediría mi deseo.
Cuando ya estaba alta
la luna, saqué la granada y con mis uñas hice una hendidura en la corona y tiré
de la corteza para dejar al descubierto los primeros granos. Su rojo púrpura
brilló como una premonición a la luz de la luna. Mordí el primer grano y pensé
en mi deseo: conocer al hombre de mi vida. Y continué repitiendo el misterioso
ritual. No sé el tiempo que transcurrió mientras caminada con sumo cuidado y la
vista fija en la granada. Cuando terminé no podía estar segura de haberlo
conseguido, pero alcé la vista y miré hacia el interior del embalse. Lo que vi,
paralizó mis sentidos. Allí estaba. Era la imagen de una mujer bellísima, vestía
con un caftán azulado, y en ese mismo momento, me dijo: «Mira a los ojos al
hombre que te regale el corazón de su mejor fruta y hallarás la luz que haga
cumplir tu deseo».
A la mañana siguiente
me despertaron los gorjeos de los pájaros. Recordé lo sucedido como si se
tratase de un sueño. Estaba muy inquieta y las imágenes del embalse, los pinos
y el paisaje, se mezclaban con las que mi memoria se obstinaba en recordar.
Regresé caminando hasta la casa club del resort, donde había dejado el coche la
tarde anterior. Cuando llegaba, en la terraza del restaurante, varios turistas
desayunaban. Percibí de inmediato la persistente mirada de un joven, y antes de
que yo pudiese evitarlo, se levantó, caminó hasta mí y me dijo: «Te regalo el
resto de los latidos de mi pecho si me dices cómo te llamas».
Me quedé completamente
sorprendida por su gesto, apenas tuve tiempo para reaccionar. Lo miré a los
ojos durante unos segundos, el tiempo suficiente para preguntarme si su sangre
tendría el mismo color que el corazón de la granada… Desde ese momento iba a
tener toda una vida para saberlo.
RELATOS BREVES
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Mariano Valverde Ruiz ©
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