jueves, 1 de septiembre de 2016

EL OLIVO DEL PARQUE DE SAN JOSÉ




EL OLIVO DEL PARQUE DE SAN JOSÉ


Esta es una historia sorprendente y digna de recordar. Quien me la contó ya no puede hacerlo a nadie más, por eso me he animado a darla a conocer. Aunque os pueda extrañar, yo no dudo de la palabra de su narrador, tengo razones para ello.
José el Olivo era tan conocido como temido en la ciudad de Lorca. Era un hombre de complexión fuerte, que solía vestir con chaleco y pantalón de pana, aunque lo más característico de su indumentaria, era una boina que cubría su cabeza casi por completo y que se calaba hasta las cejas. Dicen que murió a finales del siglo XIX, aproximadamente en 1898, aunque no hay certeza de ello, ni sus familiares dieron fe, ni hay ninguna tumba con su nombre, ni ningún registro funerario que lo pueda atestiguar.
Había sido un joven trabajador y alegre que ayudaba a su familia con las labores de la huerta de la que vivían, y que estaba situada en la zona baja del barrio de San José. Tuvo novia y se casó con la mujer que amaba, pero la tragedia le visitó a los pocos meses y enviudó tras la repentina muerte de su esposa a causa de unas fiebres. Nadie supo el motivo, pero a partir de entonces, José cambió su carácter y se convirtió en otra persona. Caminaba siempre de forma pausada y cuando se dirigía a alguien, sus palabras parecían sentencias. El tiempo fue dando la razón a los que opinaban que José poseía una especie de Don, un poder que combinaba la sabiduría popular y el misterio, porque era capaz de predecir las últimas palabras que cada cual diría antes de morir. Aquel hecho aterrorizaba a los que se atrevían a escucharle y cuando él les decía lo que expresarían antes de morir, nadie se atrevía a pronunciar las palabras que les había asignado.
Los años fueron transcurriendo y José se convirtió en un hombre solitario. La gente le evitaba, pues se había comprobado la veracidad de sus predicciones. Cada noche, al atardecer, José subía desde su vivienda hasta una zona donde, entre las casas, había un olivo centenario. Se sentaba junto al vetusto árbol y apoyaba su espalda contra el tronco. Así esperaba hasta escuchar las doce campanadas del reloj de la torre de la iglesia de San Francisco. Estaba aguardando la llegada de su invitada.
Cuando la gente le veía en aquel trance, cerraban puertas y ventanas e intentaban olvidarse de que José permanecía hasta altas horas de la madrugada, hiciese frío o calor, lloviese o cayese la peor de las heladas, en aquel lugar, bajo las hojas del olivo. Pero hubo una persona, un joven estudioso, amigo de los misterios, que se atrevió a interesarse por el motivo por el cual José se sentaba cada noche debajo del olivo. Ese hombre, ya mayor, fue el que me contó la historia. No puedo decir su nombre, porque así se lo prometí. Tan solo puedo decir que fue la tarde del 28 de octubre de 1951, mientras asistía al partido de fútbol inaugural del campo de San José, cuando de repente ese hombre mencionó que donde estaba la portería, antes había un olivo y que tras él había una increíble historia. Aquello se me quedó grabado en la mente y años después pude encontrarle y pedirle que me relatara aquella historia.
El hombre me dijo que una noche se acercó hasta José el Olivo, que como siempre, permanecía sentado y con la espalda apoyada en el árbol. Le pidió que le explicara el porqué de su actitud. Así lo hizo. Además, José, lo miró con tristeza y le dijo:
«El olivo me llena de paz y me acerca a la gloria. La noche en que mi mujer murió le dije que había descubierto un cuenco de cerámica que contenía un aceite que olía a rancio y tenía sabor amargo, pero que cada vez que lo probaba, una extraña paz colmaba mi cansancio. Se lo di a tomar, pues estaba enferma y no encontraba remedio para sus males. Yo hice lo mismo, también comenzaba a tener fiebre. Y entonces escuché en mi interior una voz que me decía: junto al olivo encontrarás la vida que me habrá de faltar. Poco después y tras pronunciar aquellas mismas palabras, mi mujer murió. Días más tarde, cada vez que alguien me hablaba, podía escuchar en mi interior cuáles iban a ser sus últimas palabras. Pero en mi mente solo permanecía la esperanza de que mi mujer se reuniese de nuevo conmigo junto al olivo».
Han pasado muchos años desde que aquel hombre me contó la historia de José y aún me estremezco al recordarla. A lo largo de los tiempos, los hombres han atribuido al olivo propiedades extraordinarias. La religión, la filosofía y la tradición lo han asociado con la fertilidad, la santidad, o la gloria... Homero lo celebraba como «Alma prima arbolorum» y muchos han dicho que estamos hechos de pan y de aceite. Pero esta historia de José el Olivo, va un paso más allá, hacia lo que nuestra mente desconoce y tal vez suplan nuestros sentimientos. Por eso, cuando se construyó el nuevo parque de San José, alguien, quizá sin saberlo, o tal vez siendo consciente, plantó un olivo en el mismo lugar en el que José esperaba a su esposa. Y quizá, cuando caiga la noche, si miramos con nuestra alma, podamos encontrarle y preguntarle cuáles serán nuestras últimas palabras.

RELATOS BREVES
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Mariano Valverde Ruiz ©       
      
           
  



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