EL OLIVO DEL PARQUE DE
SAN JOSÉ
Esta es una historia
sorprendente y digna de recordar. Quien me la contó ya no puede hacerlo a nadie
más, por eso me he animado a darla a conocer. Aunque os pueda extrañar, yo no
dudo de la palabra de su narrador, tengo razones para ello.
José el Olivo era tan conocido como temido en
la ciudad de Lorca. Era un hombre de complexión fuerte, que solía vestir con
chaleco y pantalón de pana, aunque lo más característico de su indumentaria,
era una boina que cubría su cabeza casi por completo y que se calaba hasta las
cejas. Dicen que murió a finales del siglo XIX, aproximadamente en 1898, aunque
no hay certeza de ello, ni sus familiares dieron fe, ni hay ninguna tumba con
su nombre, ni ningún registro funerario que lo pueda atestiguar.
Había sido un joven
trabajador y alegre que ayudaba a su familia con las labores de la huerta de la
que vivían, y que estaba situada en la zona baja del barrio de San José. Tuvo
novia y se casó con la mujer que amaba, pero la tragedia le visitó a los pocos
meses y enviudó tras la repentina muerte de su esposa a causa de unas fiebres.
Nadie supo el motivo, pero a partir de entonces, José cambió su carácter y se
convirtió en otra persona. Caminaba siempre de forma pausada y cuando se
dirigía a alguien, sus palabras parecían sentencias. El tiempo fue dando la
razón a los que opinaban que José poseía una especie de Don, un poder que
combinaba la sabiduría popular y el misterio, porque era capaz de predecir las
últimas palabras que cada cual diría antes de morir. Aquel hecho aterrorizaba a
los que se atrevían a escucharle y cuando él les decía lo que expresarían antes
de morir, nadie se atrevía a pronunciar las palabras que les había asignado.
Los años fueron transcurriendo
y José se convirtió en un hombre solitario. La gente le evitaba, pues se había
comprobado la veracidad de sus predicciones. Cada noche, al atardecer, José
subía desde su vivienda hasta una zona donde, entre las casas, había un olivo
centenario. Se sentaba junto al vetusto árbol y apoyaba su espalda contra el
tronco. Así esperaba hasta escuchar las doce campanadas del reloj de la torre
de la iglesia de San Francisco. Estaba aguardando la llegada de su invitada.
Cuando la gente le veía
en aquel trance, cerraban puertas y ventanas e intentaban olvidarse de que José
permanecía hasta altas horas de la madrugada, hiciese frío o calor, lloviese o
cayese la peor de las heladas, en aquel lugar, bajo las hojas del olivo. Pero
hubo una persona, un joven estudioso, amigo de los misterios, que se atrevió a
interesarse por el motivo por el cual José se sentaba cada noche debajo del
olivo. Ese hombre, ya mayor, fue el que me contó la historia. No puedo decir su
nombre, porque así se lo prometí. Tan solo puedo decir que fue la tarde del 28
de octubre de 1951, mientras asistía al partido de fútbol inaugural del campo de
San José, cuando de repente ese hombre mencionó que donde estaba la portería,
antes había un olivo y que tras él había una increíble historia. Aquello se me
quedó grabado en la mente y años después pude encontrarle y pedirle que me
relatara aquella historia.
El hombre me dijo que
una noche se acercó hasta José el Olivo,
que como siempre, permanecía sentado y con la espalda apoyada en el árbol. Le
pidió que le explicara el porqué de su actitud. Así lo hizo. Además, José, lo miró con tristeza y le dijo:
«El olivo me llena de
paz y me acerca a la gloria. La noche en que mi mujer murió le dije que había
descubierto un cuenco de cerámica que contenía un aceite que olía a rancio y
tenía sabor amargo, pero que cada vez que lo probaba, una extraña paz colmaba
mi cansancio. Se lo di a tomar, pues estaba enferma y no encontraba remedio
para sus males. Yo hice lo mismo, también comenzaba a tener fiebre. Y entonces
escuché en mi interior una voz que me decía: junto al olivo encontrarás la vida
que me habrá de faltar. Poco después y tras pronunciar aquellas mismas palabras,
mi mujer murió. Días más tarde, cada vez que alguien me hablaba, podía escuchar
en mi interior cuáles iban a ser sus últimas palabras. Pero en mi mente solo
permanecía la esperanza de que mi mujer se reuniese de nuevo conmigo junto al
olivo».
Han pasado muchos años
desde que aquel hombre me contó la historia de José y aún me estremezco al
recordarla. A lo largo de los tiempos, los hombres han atribuido al olivo
propiedades extraordinarias. La religión, la filosofía y la tradición lo han
asociado con la fertilidad, la santidad, o la gloria... Homero lo celebraba
como «Alma prima arbolorum» y muchos han dicho que estamos hechos de pan y de
aceite. Pero esta historia de José el
Olivo, va un paso más allá, hacia lo que nuestra mente desconoce y tal vez
suplan nuestros sentimientos. Por eso, cuando se construyó el nuevo parque de
San José, alguien, quizá sin saberlo, o tal vez siendo consciente, plantó un
olivo en el mismo lugar en el que José esperaba a su esposa. Y quizá, cuando caiga
la noche, si miramos con nuestra alma, podamos encontrarle y preguntarle cuáles
serán nuestras últimas palabras.
RELATOS BREVES
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Mariano Valverde Ruiz
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