LAS TRES ESQUINAS DE
LAS ALAMEDAS
Una vez me dijeron que
el amor era el sentimiento más irracional que existe. Entonces no creí lo que
ahora comprendo aunque sea demasiado tarde para evitar sus consecuencias. He
vivido los últimos diecinueve años de mi vida en Londres, alejada de mi ciudad
por una decisión que tomé durante la feria de 1997. Esta tercera semana de
septiembre de 2016 he vuelto a Lorca arrastrada por un impulso, quiero intentar
entender por qué hice lo que hice.
Ayer domingo, cuando
pasaban las seis de la tarde y mientras en las plazas del centro de la ciudad
la gente se divertía al ritmo de la música, yo me encaminé hacia el lugar donde
viví una situación extrema. Bajé caminando por la Alameda de la Constitución a
la vez que recordaba las palabras con que Carlos, aquella noche de 1997, me
había declarado su amor. «Tú serás la fuente de la que beba el resto de mis
días. A ella regresaré cada día después del trabajo para nutrirme y para cuidar
su belleza». En aquel momento me sentí confundida. A lo largo de los dos
últimos años siempre habíamos estado a la greña, cada uno éramos el objetivo de
las bromas y las travesuras del otro. Recuerdo que una vez le puse pegamento en
la correa de los pantalones y le hice que bebiera varias cervezas mientras, con
los ojos tapados, tenía que averiguar quién de las amigas le tocaba. El
problema le vino cuando las cervezas hicieron efecto. ¡Cómo nos reímos! Claro
que días después él se vengó rociándome el pelo con un espray de color rojo. No
me hizo ninguna gracia.
Después de cruzar las
vías del tren me empezó a cambiar el ánimo. Una extraña tristeza se apoderó de
mí. Recuerdo aquel día como si fuera hoy. Tenía entonces 23 años, acababa de
terminar mi licenciatura en periodismo con muy buenas notas y había cursado
varias solicitudes de trabajo. Estaba en un momento en el que se abrían ante mí
ilusionantes posibilidades para hacerme un hueco en un mundo dominado por los
hombres, pero que cada vez reclamaba con más fuerza la visión femenina de las
cosas. Durante el último año de estudios en la facultad, había conocido a
Mario, un joven apuesto, de familia adinerada que me traía loca. Había vivido
con él apasionados escarceos amorosos, pero nunca me había dicho que me quería.
Aquella tarde me había llamado a casa y me había anunciado que me iba a dar una
sorpresa y que le esperara en las Alamedas.
Carlos y Mario se
habían conocido durante el verano. Yo había notado la tensión que existía entre
ambos, la achacaba a esas cosas de los hombres por hacerse los machitos y los
valientes. No le di más importancia. Cuando Carlos se me declaró comprendí el
recelo que se tenían. Aquella noche me mostré un tanto distante con él. No
comprendí el porqué de su arrebato y le pedí que me diese tiempo. En mi mente
estaban los brazos y el vigor de Mario. Sin embargo sentía algo especial por
Carlos, aunque no lo conociese íntimamente y su futuro fuese más incierto,
había un lazo invisible que nos unía desde hacía años. Yo nunca lo había
admitido.
Ayer noté en las
vibraciones del paisaje lo que entonces no vi. Cuando llegué a la confluencia
de la Alameda de la Constitución con la Alameda del Corregidor Lapuente, me
senté en un banco cara al camino que me había llevado hasta allí. Aunque algo
cambiado, el paisaje conservaba gran parte de la vegetación plantada en su
origen: olmos, cipreses de Monterrey, álamos negros y blancos, jacarandas,
adelfas, rosales, yucas, madroños… Intenté imaginar cómo sería aquel espacio
cuando Joseph Towsend los comparó con los paseos de Oxford y habló de su
hermosura y de los trigales que había junto a ellos. Y entonces supe que tenía
que haber seguido el instinto de la naturaleza.
Mi mente regresó a lo
ocurrido en aquel mismo lugar diecinueve años atrás. Allí me estaba esperando
Mario con un enorme ramo de rosas. Cuando llegué se puso de rodillas y me pidió
que me casara con él. Sorprendida y emocionada no me di cuenta que por la parte
izquierda de la Alameda del Corregidor Lapuente se acercaba Carlos, que había
estado en mi casa y le habían dicho que me había dirigido allí. No me dio
tiempo a contestar a Mario porque Carlos se abalanzó sobre él y le dijo que
cómo se atrevía a pedirme matrimonio, que yo nunca sería feliz con él. Mario se
levantó, fue hacia él, le empujó y le dijo que se marchara. Le amenazó y ambos
se enzarzaron en una terrible pelea. Yo me eché a llorar mientras les suplicaba
que se detuvieran. Y les grité que no sería de ninguno. Me fui corriendo a casa
totalmente fuera de mí.
Aquella noche opté por
huir. Estaba atrapada en una situación a la que no veía salida. Y pensé que la
distancia aclararía las cosas. Mientras estaba en las Alamedas, habían llamado
desde The Daily Telegraph para
ofrecerme un contrato de becaria. Pensé que era lo mejor. A mí me haría ver con
claridad y si alguno me quería tanto como decía, me buscaría hasta convencerme
de que fuese a él a quien eligiera.
Hoy, sentada en el
mismo lugar, siento una decepción intensa. Tengo un buen trabajo pero sigo soltera.
Ha habido otros hombres, naturalmente, aunque de ninguno guardo señales
profundas en mi alma. Sin embargo, sí hay uno que ha vuelto muchas veces a mi
mente. A pesar de que nunca me buscara.
Me gustaría encontrarle
para ver qué ha sido de su vida. Miro la nueva fuente que hay cerca de donde
antiguamente estaba el quiosco del “Melones”. Me acerco para contemplar una
especie de gran sol que hay en su parte superior. Y entonces me doy cuenta de
un gravado en forma de corazón con dos iniciales y diecinueve muescas. Las
iniciales son una E y una C. Curiosamente podrían ser Elena y Carlos… y las
muescas… diecinueve años… El corazón me da un vuelco. Y entonces, mientras el
pulso se me dispara recuerdo su frase: «Tú serás la fuente de la que beba el
resto de mis días. A ella regresaré cada día después del trabajo…»
Por eso, hoy he vuelto.
Quizá dos de aquellas tres esquinas se unan en la fuente. Ayer era domingo. Hoy
es día de trabajo. Y tal vez… por esta fuente corra el agua que nunca debí
dejar sin cauce.
RELATOS BREVES
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Mariano Valverde Ruiz ©