jueves, 13 de noviembre de 2014

ÁLTER EGO



  
ÁLTER EGO


De hoy no pasa.
Hablará con él. Hace días que desea hacerlo aunque siempre, por una u otra causa, le ha resultado imposible. No soporta más la inquietud que le provocan las dudas sobre las actitudes desdeñosas de su antagonista. La arrogancia del personaje le oprime la garganta cada vez con más intensidad.
Esta mañana lo ha decidido.
Mientras se vestía en su habitación ha mirado por la ventana enrejada desde la que se divisa parte de la geografía de la cercana ciudad de Maastricht y, a la vez que se decía a sí mismo que debía tener la valentía de hacerlo, ha contemplado cómo los rayos del sol sorteaban los muros por encima de los setos y las alambradas igual que pequeñas gacelas en un bosque de paz. Entonces ha comprendido que la especial luminosidad del día era una señal que la naturaleza le estaba mostrando.
Mientras se calzaba ha seguido considerando cómo hablarle. Ha pensado en hacerle alguna broma para romper el hielo. Hace falta una buena dosis de humor para vivir con cierta dignidad. Preguntarle, por ejemplo, si el águila de su uniforme ha aprendido a hablar alemán. O si por fin ha convencido al barbero para que mientras le corta el pelo a navaja le ponga marchas militares en vez de la marsellesa, que no le trae buenos recuerdos. Luego lo ha desestimado porque desconfía del sentido del humor que pueda tener el personaje.
Después de tomar la medicación que le ha traído el celador junto a un vaso de plástico con el agua necesaria para ingerir los fármacos, ha urdido su enésimo plan para entablar la conversación que le interesa. Ha pensado contarle lo que ocurrió ayer en el salón, cuando después de perder un botón de su chaleco y no encontrarlo, decidió arrancarse el resto y tirarlos por el suelo. Entonces un celador le preguntó por qué lo hacía, a lo que él, muy sereno, contestó que así quien encontrase el primer botón podría utilizar el resto para cambiar todos los de su chaleco. Y después le preguntará a bocajarro, sin dejarle escapatoria… ¿qué hizo usted con los botones que arrancaron a toda la ropa de los deportados a los campos del este de Europa?
Tiene muchas cosas que preguntarle.
Ha habido días en que ha estado a punto de acercarse, plantarse delante y poder hablarle. Pero siempre, en el último segundo, algunos de los que comparten con ellos el jardín han provocado altercados y discusiones que les han obligado a volver rápidamente a los aposentos después de la intervención de los vigilantes. Como sucedió anteayer cuando un paciente se subió a la fuente y comenzó a gritar:
 —El banco me roba. Mi mujer me engaña con el inspector de hacienda. Europa ha muerto.
Ante la insistencia del apenado y el griterío de varios paseantes que se convirtieron de inmediato en eufóricos seguidores, no quedó más remedio que disolver la esporádica manifestación.
Hace bastante tiempo que no habla con él.
Últimamente Germán no es demasiado dado a utilizar las palabras. Tampoco es que intercambie demasiadas frases con los demás. En muchas ocasiones ni siquiera saluda, o desea un buen día, a nadie en la institución. Pero hoy después de pensarlo mucho y sentir toda la amargura que le produce no entender qué es lo que ha sucedido para que se produzca un distanciamiento tan grande entre él y su antagonista, ha decidido que no pasará ni un día más sin que salga de sus dudas.
A las diez en punto se ha colocado en la fila de salida del comedor donde servían el desayuno a los que pueden valerse por sí mismos. Lo ha hecho con cierta celeridad, pero sin llamar en exceso la atención de los vigilantes. Una vez en la fila, ha revisado en su mente el ceremonial necesario para dirigir la palabra a quien le interesa. Casi en silencio ha susurrado las ideas que quiere comunicarle, las preguntas que quiere hacerle, e incluso ha considerado la posible actitud del interlocutor ante su interrogatorio.
Cuando le han indicado que avance unos pasos hasta colocarse justo en la puerta y cara al pasillo que lleva al exterior del edificio, ha reaccionado con decisión. Paso a paso y sin apenas arrastrar los pies, ha ido avanzando mientras interiormente pronunciaba la plegaria de un místico que aún duda del destino certero de sus palabras. Hoy hará un nuevo esfuerzo para permitir la supervivencia, ya moribunda, de ese sentido elemental que tienen los humanos. Va a comunicarse. Lo va a intentar.
Como siempre, han dejado que cada uno salga al jardín con intervalos de diez pasos entre individuo e individuo. Es una medida que lleva aplicándose varios años y que ha evitado aglomeraciones innecesarias y reiterados conflictos ocasionados por la reacción ante la temperatura exterior, o por querer ajustar alguna cuenta con el que ha mirado mal, o huele mal, o grita demasiado mientras le duchan, o convoca a los fantasmas por las noches, o saca a pasear su espíritu más siniestro, o cualquier otra mínima cuestión que lleve consigo una diferencia de percepción de las cosas.
Nada más salir al jardín le ha visto. A Germán le parece que pasea envuelto en su propio aliento. La visión de su imagen no sugiere que respire aire de la atmósfera común, ni que su olfato note el aroma de la primavera que estalla en cada uno de los rincones del jardín del sanatorio La luz eterna. El aire de su indiferencia aletea junto a los árboles, los setos y los rosales. Su forma de caminar es muy íntima, algo estrambótica y totalmente alejada de cualquier signo terrenal. Suele llevar las manos unidas detrás de la espalda, como si estuviese sujetando el mapa del mundo que hasta hace poco tuvo entre sus manos. Va inmerso en un proceso calculado de reflexión, repetido una y mil veces, en el que parece repasar su existencia y su lucha.
A Germán le impresiona esa forma de caminar que posee su opuesto. La lejanía que advierte en su figura. Su misterioso aire de odio arcaico y sanguinario. Parece que caminase dentro de un aura de terror, de maldad, totalmente exenta de sentimentalismos y de piedad. Parece que el aire que circula a su alrededor conformase los muros de un horno crematorio del que no existe más salida que su precaria respiración. Da la impresión de que hubiese sido un personaje acostumbrado a la elocuencia y al manejo de las masas porque trasmite una espeluznante sensación de autocontrol que se acrecienta cada vez que está caminando por el jardín, cerca del resto de pacientes del sanatorio.
El personaje siniestro se ha detenido en seco. Germán no sabe qué hacer. Decide detenerse también. Le ha costado tomar esa decisión pues cuando tiene un objetivo marcado en su cabeza no se paraliza por nada. Recuerda la Marcha de la sal y las duras caminatas en pos de demostrar su entereza. Su contrario se ha vuelto a poner en movimiento. Y lo hace totalmente ajeno a los propósitos del pequeño hombrecillo vestido de lino que no le quita ojo de encima. Él le sigue.
Han transcurrido varios minutos y Germán se ha colocado unos pasos detrás del otro. Al que se hace llamar Grande de alma le cuesta avanzar. Se mueve con dificultad sobre el césped. Hay momentos en los que percibe las distancias entre ambos como un istmo inestable y peligroso. Igual que el que se abre entre la violencia y la no violencia. Recapacita sobre la trayectoria de las vidas de ambos. Desea que las distancias no existan en su mente, que los sentimientos positivos estén por encima de la razón. Pero intuye que va a ser imposible.
Germán aprovecha un descanso de su rival para mirar hacia otra dirección y pensar en otra cosa, como si estuviese temeroso de que el de la tez pálida le adivinase los pensamientos y echase a perder su plan. Se sienta en el suelo y murmura como si rezase.
—A este lado del muro todos piensan que uno ya no sufre, que es un vegetal a buen cobijo, que es dueño de toda la felicidad que la vida le ofrece. Acaso se equivocan. Muchos piensan que la felicidad completa existe y que tiene mucho que ver con la química que nos dan.
El otro se ha girado y se ha quedado mirando por un instante la insignificante figura que mueve los labios a varios metros de distancia. Germán le ve de reojo y continúa su diálogo interior.
—El sufrimiento es un futuro hecho realidad por la crueldad del pasado. Un pasado que se perpetúa en la parda oquedad de la memoria con todo el dolor que el alma puede sentir. También es un hoy con el sabor de la angustia y el ritmo de la desesperación que jamás pasa deprisa.
Germán levanta los ojos e intenta ver algún signo de arrepentimiento en su antagonista. Y vuelve a meditar.
—No hay imagen, certeza, ni duda que valga una sola palabra de arrepentimiento en este hombre. No hay ningún gesto que exprese un guiño sesgado sobre el perfil de los recuerdos, porque recuerdos apenas quedan en sus ojos, ni imágenes de la dimensión de la tragedia que arrastró a todos los hombres que le siguieron, y a los que sufrieron su despotismo.
Germán sabe que ante los ojos del otro, él no ha sido más que un títere de la idiotez, un muñeco flaco y taciturno que ha ido por el mundo predicando utopías inalcanzables y perniciosas para la humanidad. Sin embargo, guarda aún entre sus flácidas carnes un niño que cuida el tesoro de su fidelidad, de su respeto a los hombres, a la naturaleza y al mundo. Ese niño ha sido modificado por los años, por la ropa que él mismo teje, por la dieta vegetariana que intenta llevar, por la tierra que bebe diluida en agua en la oscuridad de su habitación. Sabe que es un niño maleable a pesar de su vejez.
Los dos han reanudado el paseo. Los dos andan en sus mundos opuestos.
Germán piensa que si le habla con firmeza, el otro, seguramente ni le contestará. Le mirará con ojos velados, con una mirada perdida e hiriente en la que el negro parpadeo de las balas temblará bajo sus párpados. Le sumirá nuevamente entre un vaho de desprecio e indiferencia. Luego seguirá su paseo alejado de cuanto pueda contradecir su travesía por los años en que fue señor absoluto de la luz y las sombras, pieza angular del imperio.
Tiene que intentarlo ahora. Germán piensa que ha de acercarse con sigilo y darle las gracias por la sensatez que le nació en su interior para afrontar la vida después de conocer, con todo lujo de detalles, el horror generado por la locura totalitaria, por el odio proyectado en tantos millones de inocentes. Ha de darle las gracias. Reiteradamente. No sabe cómo se lo tomará. Pero puede ser un buen comienzo.
Después ha de agasajarle por el vigor que los crímenes cometidos por los suyos provocaron en su forma de afrontar la vida. Ha de aprovechar el brote inesperado de su imaginación, de su templanza, de su sabiduría y perseverar en el impulso de los dardos de sus palabras para intentar que lleguen hasta el fuego infernal del interior del otro y consigan modificar sus pensamientos, su estrategia, su filosofía. Y luego debe poder asombrarse con el color de las brasas que puedan quedar después de que ardan las astillas de su ingenio entre las posibles llamas de la incomprensión.
Al otro le conocen sobradamente en el sanatorio. Es raro el día que no monta un espectáculo. Los celadores apenas le llaman por su nombre: Hipólito. Salvo en algunas ocasiones en las que los formalismos les obligan a llamarle por su nombre de pila, el resto de las veces le suelen llamar de mil formas diferentes. Han aprendido a hacerlo a base de ironía en unas ocasiones y mala leche en otras. 
Hipólito camina ajeno a las pretensiones de Germán. Ayer, el recuerdo le atacó de forma inesperada. Lo hizo de frente, sin contemplaciones, de forma furibunda, como un caballo desbocado que avanzaba hacia él sin jinete que le guiase y que iba cubierto de sangre y de odio. Luego el caballo se convirtió en un corcel alado que saltaba vertiginosamente sobre las cenizas y las columnas de humo de los hornos crematorios, los cadáveres putrefactos, las ruinas de los palacios, y los ecos agónicos de la cultura. Cuando se quiso defender de esa visión apocalíptica era tarde, demasiado tarde, se había instalado en su mente y el caballo alado pastaba del pienso de la desolación y de la impotencia.
En los últimos días, Hipólito ha perdido las ganas de exponer al resto cuáles son los ejes fundamentales de su lucha. Tiene la sensación de que su auditorio no conecta con el mensaje que quiere trasmitirles. Es un mensaje para salvarlos de la opresión de los celadores, de las fronteras de los muros del sanatorio, de la conspiración masónica que les inoculan con inyecciones y pastillas. Quiere que le ayuden a construir un nuevo orden mundial en el que su raza, la raza universal de los vencedores, controle el mundo.
Germán anda formulándose de nuevo lo que quiere preguntarle a Hipólito. Son muchas cosas. Por ejemplo, quiere saber si pueden transformarse las lágrimas de los niños recluidos en campos de concentración en gotas de nieve. Y luego en humo. Quiere escuchar de nuevo la voz del dictador justificando el exterminio. Quiere saber qué opina de ello. Quiere saber si los muertos siguen creciéndole en las entrañas como champiñones con pijama a rayas.
A Germán le gustaría que Hipólito entendiese sus preguntas, que les otorgara el sentido exacto, que las escuchara como una formulación simbólica que comienza y termina en la intimidad de ambos. Lo que más le agradaría es que Hipólito pudiese ofrecer a sus conjeturas y a sus preguntas una respuesta sincera. Aún tiene la esperanza de poder escuchar una razón convincente que pueda calmar la urgencia de su desasosiego como sólo pueden hacerlo los designios de los elegidos y la magnificencia de los dioses.
Cuando conteste a sus preguntas, Germán quiere que Hipólito vierta sobre sus oídos el sonido de la realidad que ocasionó con su fantasía, que reproduzca los estertores de la agonía que materializó con su maquinaria bélica. Hoy y ahora. Aquí mismo. En este preciso segmento del discurrir de la eternidad, en este momento crepuscular y alejado de toda sumisión, de toda estética de lo conveniente, o de la obligación de las circunstancias. ¿Por qué tanta violencia? ¿Por qué tanto odio? ¿Por qué tanto crimen? ¿Por qué tanta vejación de la naturaleza humana?
Hipólito quiere que su interior pueda abarcar toda la dimensión aciaga de la historia y que las entretelas del mundo puedan verse con un cristal de aumento que ponga al descubierto las tripas del hombre. Y ser él quien coloque las tripas de la humanidad en el lugar que desee, bajo su yugo, bajo su esvástica. Porque hay hombres de dos tipos: los que merecen la muerte y los que son dueños de ella.
Los dos desean cosas diferentes. Quieren que sean hoy y ahora.
—Que me diga por qué. Que me diga para qué. Que me diga y ahora qué.
Germán repite sin cesar estas palabras. Por eso se acerca con toda la decisión de que es capaz y con una ansiedad infrecuente en sus actos.
Tiene que ser hoy y ahora.
Ha de conocer sus respuestas, aunque en el fondo piense que la mayoría de los hombres deben saber ya las consecuencias de sus actos. Germán intuye que el común de los mortales  maldice en silencio a su oponente, porque no comprende que ningún humano le pueda justificar. Sin embargo Germán quiere que Hipólito ya no sea objeto de todas las oscuras elucubraciones de las sectas satánicas, ni de los grupos neonazis, ni de los intolerantes, ni de los fascistas, ni que los actos ocultos de su vida sean fruto de tantas adivinanzas no contrastadas. Para evitar que sigan vertiéndose ríos de tinta sobre el dictador universal, Germán quiere conocer la verdad de la boca de quien provocó la barbarie, y que esa verdad viaje por las ondas de la radio y de la televisión hasta el último rincón del planeta, que se plasme en los libros, que se difunda para que no se vuelva a repetir.
Germán tiene la esperanza de averiguar cuáles fueron las verdaderas motivaciones del dictador, aunque no pueda asegurar que pueda conseguirlo, lo va a intentar. Es consciente de que jamás brota a primera vista la verdad de las cosas. Sí el deseo de posesión sobre ella. Por eso deberá analizar qué se oculta tras las palabras que consiga extraer del personaje que ahora mira hacia el horizonte unos pasos delante de él. Ese hombre fue capaz de poner millones de personas a sus órdenes, fue capaz de cambiar sus percepciones de la realidad, fue capaz de hacerles ver a animales repugnantes donde sólo había seres humanos que querían vivir en paz.  
Está solo a dos pasos de Hipólito.
Germán siente el dolor de las víctimas en la espalda de Hipólito. Él desaprueba todo tipo de conflictos, incluso los religiosos. Sabe que la humanidad no podrá liberarse de la violencia salvo a través de la no violencia, que su verdadero dolor y también su verdadera alegría viajan dentro de la piel de los que opinan como él. El dolor yaga. La alegría repara. Mientras piensa, a pocos metros de ambos, tres pacientes se han enzarzado en una tremenda discusión. Uno llama racista al que le ha dicho que se suba al árbol y mee desde una rama. Otro dice que vendrá el dueño del árbol y lo cortará para hacer su ataúd. El tercero les dice que no han leído a Tolstoi y que son unos miserables hijos de mala madre. Los tres están golpeándose sin miramientos al grito de esta tierra es mi patria. Como salidos de la nada, seis celadores se han presentado ante ellos blandiendo lazadas. Al verlos llegar, los tres pacientes se han echado al suelo y les han implorado perdón. Los celadores han considerado la situación y han permitido que continúe el tiempo de paseo por el jardín. 
Y todo eso acontece a pocos metros del seto. Hipólito no ha sido ajeno al altercado. Con los ojos inyectados en sangre ha contemplado la escena. La impotencia le carcome por dentro. Ha reconocido en uno de los tres pacientes a un judío, en otro a un comunista y en el tercero a un posible masón amigo de la cultura. A todos los considera inferiores, subhumanos, un peligro para la especie a la que pertenece. Vuele los ojos hacia el seto y considera el esfuerzo necesario para escalarlo.
Germán, sin embargo, ha observado la escena con resignación. Si se hubiesen llevado a los pacientes quizá hubiese contemplado la posibilidad de hacer huelga de hambre en protesta. Es su método de lucha contra la opresión. Ahora, en el lugar donde antes se sacudían los implicados en la disputa, los celadores sienten las respuestas cutáneas a la diferencia de temperatura, al frío instantáneo que les produce el agua que riega el jardín mediante aspersores, y que alguien ha puesto en funcionamiento a deshora.
El agua no llega hasta donde están Hipólito y Germán. Éste recuerda que hay suficiente agua para la vida humana pero no para la codicia. El otro sigue mirando al seto pensando que al otro lado ha de haber otros que piensen como él, que no está todo perdido, que sólo se ha producido un espacio de tiempo entre una etapa y otra. La lucha ha de continuar.  Germán, ajeno a las ideas de Hipólito, agradece el tacto del aire de esta mañana. Ambos perciben que los sentimientos que les definen están allí, en lo más hondo de sus esqueléticas figuras y que es allí donde se oscurece el sentido de las cosas y aparece la insistencia de la muerte.
Germán cree que el hombre que está tan sólo a una zancada de distancia, ha de poseer sentimientos. Si no fuese así no podría llamarle hombre. Es algo evidente, como el perfume de los rosales, el color vivo de sus flores, la tersura de las hojas de los castaños, y el generoso cadmio del cielo. Ese otro hombre ha de tener sentimientos, se repite sin cesar, con la duda de dar o no el último paso. Ese hombre ha de conocer lo que es una sensación, aunque esté condicionada por su forma de ver las cosas. Debe tener, en algún remoto lugar de su cuerpo, algún sentimiento que corra por su sangre como un corzo sin destino, una señal sin demagogia, o una luz remota de la que no conozca ni principio ni final. Germán piensa que en algún lugar de su cuerpo ha de haber sensaciones corrientes, ni tan malas, ni tan buenas, sólo pulsiones con el peso de la relatividad cayéndoles por los costados.
El anciano domador de voluntades violentas no quiere ser paternalista. Quiere comprender, y asumir que en el fondo, entre los huesos de ese otro hombre, viaja la soledad dolorosa de un humano que equivocó su rumbo, y que esa soledad no se diferencia mucho de la que puede sentir cualquier otro de los humanos. Él mismo. Se parecen. Y por tanto podrían entenderse. La soledad les une.
Germán se arma de valor. Se acicala la ropa. Toma la decisión de dar el último paso justo después de murmurar, cuidando de que aún no le escuche, algunos pensamientos que alienten en su interior la energía suficiente para colocarse a la altura del otro.
—Procuraré hablarle con paños calientes. O mejor en su estilo: directo al tema. El momento ha llegado. Le voy a hablar.
Germán da dos pasos y se coloca, girando un poco su posición, frente a Hipólito, en su izquierda. Traga saliva. Hincha los pulmones. Exhala el aire. Le mira directamente a los ojos, hace esfuerzos por mantener la intensidad de la mirada, y se dispone a entrar en diálogo. El otro, un tanto sorprendido, se ha quedado mirando al hombrecillo de la túnica de lino y ha adoptado una pose hierática.
—Buenos días. ¿Dando un paseo por el jardín? ¡No! La mañana es propicia para eso.
El otro no contesta. Ni tan siquiera asiente. Germán va al grano.
—Señor Hitler. Discúlpeme si el tratamiento no es el correcto. Me acerco a usted con el debido respeto. Tengo que preguntarle algunas cosas que me preocupan muchísimo, y así lo hago, no sin antes rogar a su excelencia el beneplácito de su insigne poder, por mi osado atrevimiento.
—¿Es usted ese insensato que me escribió en una ocasión pidiéndome que parase la guerra y que pidiese a los ingleses que dejasen libre a la India? ¿Es usted ese tal Gandhi?
—Bien sabe su excelencia que sí. No tuvo usted la gentileza de contestarme. Por cierto. Pero ahora podría iluminarme tan sólo sobre algunas cuestiones que me intrigan.
—Mi tiempo es oro. Sea breve.
—Sí. Señor Hitler. ¿Lo primero que quiero saber es si el mundo sigue dando vueltas entre sus manos o si es entre las manos de los seguidores de Chaplin donde da vueltas?
Hipólito gira bruscamente la cara y mira a Germán con un furor descomunal en sus ojos. Se yergue aún más sobre sí mismo. Adquiere una pose mayestática, imperialista, echa los hombros hacia atrás y contesta.
—El mundo es mío. Absolutamente mío. Los payasos están a mis órdenes. Llevan mi sangre. La sangre inmaculada de la raza que ostenta el poder y que impone el orden. Yo soy Chaplin. Yo soy Hitler. Y usted no es nadie. Ya se lo dije.
Germán enarca ostensiblemente una ceja y muestra su rostro con un rictus de confusión acentuado por su enojo. Está a punto de recriminarle su soberbia pero modera su lenguaje.
—Yo soy la conciencia de los hombres. La misma conciencia que le interroga sobre su violencia, sobre su holocausto.
—Yo elimino de la faz de la tierra lo que no tiene derecho a la vida. Señor Gandhi…A gentuza como usted.
—La vida y la muerte no son sino caras de una misma moneda. Usted no es dueño de ellas. Tan sólo ha de servirse, siempre con humildad, de una cara: la vida. Y ha de ser para llegar a la verdad por medio del amor. Señor Hitler…El amor y la verdad son los objetivos del hombre. Y la paz el camino para llegar a ellos.
Hipólito estalló en una risa hiperbólica, excéntrica e histriónica.
—Ja. Ja. Ja. Ja. La vida es poder. Señor Gandhi. Poder y dominio. Poder y paz. Poder y verdad. Poder y amor a la patria. No existe otra clase de amor…Usted jamás entenderá la dimensión de esos conceptos. No está capacitado para ello.
Germán se mordió la lengua. Respiró tres veces. Y lo volvió a interrogar.
—¿Por qué la violencia? ¿Acaso es menos fuerte la razón? ¿Tiene sentido matar para legitimar el poder, si el poder viene dado por el respeto, y el respeto se gana con la sabiduría, el conocimiento, la justicia y la bondad? ¿Acaso no son todos los hombres iguales? ¿Le han amado alguna vez?¿Odia al mundo porque no le ha dado el amor que necesitaba?
Hipólito se sintió abrumado por tanta pregunta a la vez. Comenzó a bufar con fuerza. La inquietud le llevó a bracear con nervio y estalló de ira.
—Maldito despojo. ¿Cómo se atreve?...Estúpido. Soy Hitler.
—Oiga no ofenda mi dignidad. Yo soy Gandhi.
Hipólito, totalmente fuera de sí, comenzó a gritar a Germán, a insultarle y a ordenarle que de inmediato se pusiera en posición de firmes y en el primer tiempo del saludo. Echaba espuma por la boca. Germán entró en su dinámica y levantó los brazos para hacerse la víctima. El otro lo entendió como una agresión y comenzó a llamar a los suyos.
—A mí las SS. A mí la Gestapo. A mí el tercer Reich.
Germán permaneció estático mientras Hipólito aumentó el ritmo de los insultos, los gritos y las descalificaciones. Su voz ronca y distorsionada por la furia se expandía por todos los rincones del jardín.
Los celadores no tardaron en advertir la circunstancia que se estaba produciendo en uno de los extremos del jardín y desde el puesto de control comenzaron a escucharse los sonidos de las alarmas y de los silbatos. Cuatro celadores acudieron como una exhalación al lugar donde se estaba produciendo la discusión. Les enfundaron dos camisas de fuerza a los contendientes y apretaron los correajes en un momento. Germán permaneció totalmente estático, no opuso ninguna resistencia. Su rostro mostraba una extraña expresión de paz y de satisfacción. Hipólito forcejeaba con toda la energía que era capaz de generar intentando escapar de sus captores.
No fue fácil. Pero una vez que Germán estuvo inmovilizado, los cuatro celadores se aplicaron con eficiencia sobre Hipólito. Éste sintió la punzada de una aguja atravesando su piel. Seguía masticando su odio, refunfuñando y maldiciendo, cuando comenzó a notar los efectos sedantes del fármaco que le habían inyectado.
Los celadores condujeron a cada uno a su destino. A Germán le dejaron sobre su cama y cerraron la puerta de su habitación después de administrarle las pastillas que le tocaban a esa hora en su medicación diaria. A Hipólito le arrojaron sin miramientos en el interior de una celda de cuatro metros cuadrados, con suelo y paredes acolchadas e insonorizadas. Poco a poco iba recuperando la percepción de la realidad cuando sintió el sonido opaco de la puerta al cerrarse. El golpe explotó en sus oídos igual que las bombas aliadas sobre Berlín.
Germán sabe que el día ha terminado. Que ya no saldrá a comer con los demás, ni verá la televisión por la tarde, ni disfrutará de unas horas en el taller para hilar su ropa, ni podrá ir al huerto para seguir cultivando sus verduras. Tampoco podrá asistir a la tertulia con los celadores después de la cena, esas horas en las que tiene la impresión de que su vida tiene sentido, de que los que le escuchan comprenden que si se aplica el ojo por ojo, al final todo el mundo quedará ciego; esos instantes en que les dice que ni el capital es más importante que el trabajo, ni el trabajo más importante que el capital, y que hay sitio para todas las criaturas en el mundo. Germán se relaja. Piensa en Hitler. Siente pena por él…Y la compasión le inunda el pensamiento mientras se siente satisfecho por lo que ha realizado hoy.
Hipólito se acurruca en un rincón de su celda. No se acuerda de lo que ayer tenía claro. La respiración marca el pulso de su vida y le basta. Se duerme…
Ve pasar las hojas del hastío por las paredes. Sabe que eso le mata. Se duerme…
No recuerda lo que decía hace unos minutos. Su cuerpo no obedece al ardor de su sangre por cambiar el mundo. Se duerme…
Comienza a escuchar el silencio. Pierde la noción de la cosas. Se duerme…
El olvido cura. En algún lugar del cielo todo lo que se mueve será dulzura. Se duerme…
Ayer ya no existe. Hoy está a punto de no ser. Se duerme…
¿Y mañana?... Se duerme…
Esa clase de tiempo ya no tiene sentido…
 
   
    
RELATOS
13 de Noviembre de 2014
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Mariano Valverde Ruiz (c)


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