lunes, 5 de mayo de 2014

EL LADRÓN DE COLORES




EL LADRÓN DE COLORES


Johan sabe que hoy es un día especial, nadie se lo ha dicho, pero intuye en su más primitivo interior que es el día señalado en el calendario de Eros. Debe proseguir con la búsqueda de su Dafne por las calles de la zona de De Wallen. A Vivaldi tampoco le dijeron con exactitud cuando entraba la primavera y sin embargo, lo intuyó y escribió una partitura de notas musicales con su dinamismo, su color y su belleza. A Johan Van Richmond le sucede lo mismo, pero utiliza un medio de expresión distinto a la música para expresar los colores: la pintura. También tiene otras motivaciones, algunas poco confesables, para utilizar los instrumentos con que crea belleza.
Es 21 de marzo de 2014. Hace una tarde espléndida. La primavera camina por las calles de Ámsterdam con los colores de los tulipanes, las imágenes de los ciclistas y el sonido del agua, al igual que la luz se refleja por los canales y entre las casas flotantes. En una de ellas vive Johan, un joven apuesto, de pelo rubio y ojos azules, cuerpo musculoso y planta de ciento noventa centímetros. Es un adonis de los tiempos modernos.
La casa donde vive está llena de cuadros con motivos florales y figuras de mujer, son obras terminadas que están colgadas en todas las paredes a la espera de compradores. Una brisa suave entra por la ventana del cuarto donde trabaja. El pintor ha dejado el lápiz de labios sobre la mesa. Levanta los ojos y mira el  soporte donde está realizando su última creación. Es un lienzo de dos metros por uno cincuenta, cuya superficie está casi completamente cubierta de colores. Hasta aquí, todo es aparentemente normal, si no fuese porque Johan Van Richmond utiliza exclusivamente para pintar lápices de labios que previamente tiene que robar a las mujeres que ama y que no comparten su sentimiento.
Al caer la noche se produce el milagro de su trasfiguración. Sucede siempre los viernes,  cuando la sangre que ha sido calentada al sol del trabajo en una oficina de atención a los consumidores, donde trabaja de nueve a tres de la tarde, hierve y se precipita sobre el cerebro. Entonces los sueños de Johan pian como pájaros de la noche, bailan en su mente como murciélagos siniestros, y aletean el espacio igual que si subiesen por los andamiajes del edificio de las ilusiones.
Ahora Johan se prepara para salir. Quiere olvidar la desconfianza de su jefa y el dolor que le produce su lucha diaria con las personas que llegan a la oficina cargadas de razones contra todo y contra todos. Quiere afrontar con ánimo las primeras horas de la tarde. Aún no sabe quién será su presa. Tiene que verla, sentir el arrebato de la pasión y proponerle su apasionado sentimiento, para posteriormente setirse rechazo y transformarse en ese ser misterioso que sólo él conoce. Ha de suceder todo lo anterior antes de que Johan decida si la chica puede ser un objetivo a considerar para su labor de ladrón de lápices de labios. Entonces pensará en la forma de conseguir las barras de colores y luego se refugiará en su estudio y se pondrá a pintar el resto de la noche, hasta que salga el sol.
Johan sabe que apenas dormirá, que si hay suerte tendrá que mantenerse en vela para ser luz en la sombra. Cuando salga a la calle pasará las primeras horas en cualquier lugar: un club, una discoteca, una cafetería, un banco... O quizá deje pasar el tiempo colgado de cualquier barandilla o apoyado en el tronco de un árbol del parque.
Mientras se prepara recuerda que su musa, Dafne, rechaza a todos los que la aman, huye de ellos y se convierte en árbol de laurel. Apolo estaba enamorado de ella y quiso llevarla siempre consigo. Y por eso Johan se coloca un laurel sobre la cabeza. Del resto de su forma de vestir no hay nada destacable. Una sudadera de color naranja y unos pantalones chinos de color marrón oscuro.
Van Richmond sale de su reducto con gesto decidido. Observa a la gente caminar por las aceras, junto a los canales de la zona de De Wallen, en el Rosse Buurt. Disfruta del tiempo y de las sensaciones que ofrece el alumbrado público. Ha iniciado su caza sin rumbo fijo. Caminará hasta que su instinto le diga: detente. Mira. Actúa.
La calle está iluminada con los colores de costumbre: fresa pasión, rojos vibrantes, anaranjados que contrastan con los tiernos verdes de los árboles que decoran las aceras. Johan se ha quedado mirando las tenues sombras que habitan bajo el puente y sobre la superficie de las aguas. Por un momento ha imaginado el rostro terrible del mítico monstruo que, de vez en cuando, salta de las sombras para devorar a algún viandante despistado. Sonríe ante la ocurrencia de que tal vez sea él hoy el devorado por los seres malignos que habitan los canales de Ámsterdam.
A la vuelta de la esquina una mujer le sale al paso.
—¿Dónde vas tan sólo?
El pintor la mira sorprendido mientras ella cruza los brazos bajo el pecho y entreabre los labios de forma sensual esperando la respuesta.
—A buscar una ninfa para chuparle la sangre —le contesta sonriente.
—Ja. Ja. Ja…¡Vaya con el vampiro! ¿Y no te sirvo yo? Por solo cien euros te dejo que me chupes la sangre durante quince minutos.
Van Richmond da un paso atrás espantado por la propuesta y horrorizado por la forma tan directa en que se la ha hecho.
—Aléjate de mí. No es sexo lo que busco.
—¿Y qué buscas, entonces, murcielaguillo?
—Busco un amor verdadero. Su más pura esencia. El antídoto que haga transformarse en mujer al laurel que hoy es mi Dafne.
—¿Y yo no te gusto para ser ese antídoto?
—Es más complicado. Tú te estás ofreciendo y yo necesito que me rechacen.
—Pues no lo entiendo. Estás solo. Salta a la vista. No te brillan los ojos. Seguro que hace mucho tiempo que no haces el amor. Venga, te lo dejaré en cincuenta euros y diez minutos.
—Ya veo que no lo entiendes. Para eso deberías saber algo de cultura clásica.
—Pues enséñame. Si me convences te lo hago gratis.
—Ja. Ja. Ja. Vale, vente conmigo a ese banco y te cuento —le dice señalando con el dedo hacia el mueble urbano.
—De acuerdo. No pierdo nada. La tarde está floja de clientes y me viene bien sentarme un poco. La competencia de los escaparates es muy fuerte y tengo que ganarme los clientes a pie de calle. Pero deberías, al menos, invitarme a un té.
—Entonces vamos a la tetería Walki.
Una vez acomodados, la charla se hizo más distendida. La chica le dijo que se llamaba Anne y le contó algunas cosas de su vida. Johan comenzó a hablarle de su musa Dafne.
—En la antigüedad clásica Apolo era el dios de la música y las artes. Solía bromear con Eros, dios del amor, sobre sus habilidades y destrezas para manejar el arco y las flechas. Y sufrió las consecuencias de sus burlas. Un día Apolo paseaba por el campo y sorprendió a Dafne, una bellísima musa, cantando, y se enamoró perdidamente de ella. Dafne, al notar la presencia de Apolo, dejó de cantar, quedó inmóvil y buscó un sitio para esconderse. Apolo se acercó hasta ella y comenzó a hablarle con palabras de amor y a seducirla con mágicas expresiones de su encendida pasión. Ella le suplicó que se detuviese, pero él continuó. Dafne echó a correr y pidió ayuda a la Tierra para librarse del acoso de Apolo. La madre Tierra le escuchó y Dafne comenzó a convertirse en laurel, quedó fijada al terreno y se trasformó completamente en un árbol. Apolo abrazó tristemente a su amada y entre lágrimas dijo que el laurel seria consagrado a su culto.
—¡Qué bonito! ¿Por eso llevas esas hojas de laurel en tu pelo? ¿No me digas que tú eres pariente de ese Apolo? Lo que no entiendo es qué tiene que ver ese tal Eros en todo lo sucedido.
—Eros había sido el culpable de todo. Estaba muy enfadado con Apolo por sus comentarios despectivos hacía la forma de lanzar las flechas. Y entonces, aprovechando que Apolo caminaba por el campo, y que Dafne estaba muy cerca, disparó una flecha dorada al dios de la música y las artes para que se enamorase de Dafne, y lanzó una flecha de plomo a Dafne para que le provocase un desprecio irremediable sobre Apolo.
—¡Vaya mala leche la de ese Eros! Pero bueno, vamos a ver si he comprendido: lo que tú pretendes es encontrar a tu Dafne y para eso necesitas que te desprecie. ¡Con lo guapo que eres! Y además me empiezas a gustar mucho…
En ese momento, la chica, de aspecto agradable, pero ninguna gran belleza, abre su bolso, saca su lápiz de labios y se retoca los labios de un color que parece fresa madura. Johan no pierde de vista el gesto. La chica no cumple el requisito. No se siente rechazado. Pero ese color es el que necesita para terminar el cuadro que ha dejado colgado del caballete en su casa. Y decide cambiar de estrategia.
—Sin embargo a mí no me gustas nada. Me pareces una chica vulgar. Sin cultura. No tienes nada que me atraiga.
La muchacha se sorprende y queda congestionada. Apenas puede tragar saliva. No esperaba nada por el estilo. Hace ademán de levantarse y salir sin despedirse siquiera, pero algo la detiene. Le mira directamente a los ojos y le dice:
—Me habías parecido un hombre especial, por eso he aceptado perder mi tiempo contigo. Pero ahora que te miro fijamente, tan solo eres un pobre diablo, un infeliz solitario. Me das pena.
La chica se levantó y comenzó a caminar. Johan no tardó mucho en seguirla a unos metros de distancia. La noche había caído y las luces rojas de De Wallen daban un aspecto mágico a la calle. Johan sentía en su interior que el amor desmesurado que sentía por su Dafne se trasformaba ahora en un odio visceral hacia aquella chica. Un poder sobrenatural inundó su naturaleza. El pintor se escondió en uno de los soportales y acechó durante horas los movimientos de Anne. La vio subir acompañada por varios clientes a un hostal cercano y volver a bajar a la calle con un brillo renovado en sus labios: el brillo de fresa madura que necesitaba.
Con el paso de las horas su ansiedad fue creciendo hasta que tomó la decisión. Se puso un pasamontañas oscuro. Caminó muy deprisa hasta donde estaba la chica. Sus ojos estaban fijos en el objeto de su deseo. Echó a correr y al pasar junto a la chica, tiró con fuerza del bolso, y lo hizo suyo. Anne cayó al suelo entre gritos y maldiciones. Johan ya tenía el lápiz de labios que necesitaba. Ahora corría como alma que lleva el diablo sorteando paseantes y obstáculos. Algunos le soltaban improperios de todo tipo, otros le hacían paso. Desde lejos se escuchaba a la chica llamar a la policía sin cesar. Un resbalón inoportuno hizo que Johan se golpease la cabeza y cayese al canal, justo debajo del puente donde había asociado las sombras a un pez monstruoso. El agua le devoró a la vez que su conocimiento se desvanecía. Dentro del canal la luz se fue oscureciendo y el agua comenzó a penetrar por su boca, por su nariz, por todos los orificios de su cuerpo. Pronto la asfixia comenzó a anegar sus pulmones y todo se precipitó como un cuento que llega al final con la trágica muerte del protagonista, un desenlace que nadie espera.
Pero no fue así. Dos minutos después Johan estaba en la acera de la calle, tumbado sobre el suelo. Dos jóvenes le habían visto caer y se habían lanzado para sacarle al agua. Después de varios intentos no habían podido hacerle respirar, perecía que estaba todo perdido. En ese momento llegó Anne, que había seguido la fuga de Johan pidiendo socorro a cualquiera que pudiese ayudarla. La joven llevaba lo que amaba dentro de su bolso: el pincel de oro que su padre había recibido en herencia de su abuelo con el encargo de que le fuese entregado a alguien que tuviese un talento especial para la pintura.
Y sucedió lo inesperado. Como si los dioses del Olimpo se hubiesen confabulado para hacer las paces, la escena cobró otro enfoque más cercano a un inicio que a un final. La joven, al ver a Johan inconsciente, se abalanzó sobre él sin pensarlo y le hizo la respiración boca a boca. Johan reaccionó. Expulsó el agua de sus pulmones y comenzó a respirar. Ambos se miraron a los ojos como si acabasen de conocerse. Los dos supieron que algo nuevo y maravilloso estaba naciendo. Johan ya no tenía el laurel en el pelo. Ahora flotaba sobre el agua, como una barca verde de esperanza, junto al bolso que contenía el lápiz de labios de color fresa y el pincel de oro.

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Mariano Valverde Ruiz ©

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