miércoles, 19 de febrero de 2014

SIN ESCAPATORIA (Versión blog, Parte 12)



12

Hace unos minutos que Inocencio salió del trabajo y ya parece que tiene otra cara. Se ha tranquilizado mientras cenaba. Ha pasado por el bar Canijos y se ha comido un bocadillo de calamares a la romana, una barra de pan llena de anillas rebozadas y recién fritas que no se la salta una cuadriga en plena carrera. Ha acompañado el suculento bocado con una rubia cerveza que era un tercio del tamaño de su hermana mayor, la litrona. Después ha salido a la calle resoplando y silbando la música del Padrino, va completamente rehecho, como si la tinta de calamar hubiese recargado su cansado vitalismo y estuviese ya dispuesto para seguir escribiendo su destino. Tras caminar unos cincuenta metros y girar a la derecha, se ha dado de frente con un cartel que le advierte con letras góticas que ya está en plena Gran Vía. Entre tanto, su mente ha estado ocupada con el tema que le invade desde hace una hora parte del hígado, esa cavidad donde se producen los ácidos necesarios para digerir los platos más indigestos.  Ahora termina de consultar la guía de teléfonos y direcciones, y tiene las señas de su agente marcadas a fuego dentro de su GPS humano.
—Está cerca de la Plaza de España. ¡Vamos para allá!
Mientras va caminando por la acera, camuflado entre la gente, urdirá un plan para acabar con ese bastardo que le quiere robar las mieles de la gloria.
—El plan ha de ser cuanto más simple mejor. Los crímenes muy sofisticados terminan siempre dejando alguna vía libre para la policía, algún cabo suelto que el sabueso de turno convierte en nudo corredizo para ajustar alrededor del cuello del criminal. A mí no me va la manera enrevesada que tienen algunos de cargarse a sus víctimas. Repito. Cuanto más simple mejor.
Su mente repasa las películas policíacas que ha visto.
—Hay que cubrirse las espaldas. Sería bueno que mientras se me ocurre la forma de matarlo también fuese buscando una coartada que me mantenga a salvo. Vamos a suponer que, por algún extraño azar, algún día llegan a preguntarme dónde estuve a la hora en que se cometió el asesinato. Claro que eso sólo puede suceder si interpretan que es un asesinato lo que le va a ocurrir a ese ladrón de pacotilla. Por tanto, no nos adelantemos, lo primero es ver cómo va a morir ese miserable representante del demonio, ese traidor que me ha birlado, en mis propias narices, el papel de mi vida.
No encuentra una forma impune de cometer el asesinato del agente entre los casos que recuerda.
—Tengo que improvisar sobre la marcha. Estoy seguro de que algo se me ocurrirá. He de inventar el modo de hacerlo sin dejar rastro. Es preciso idear la forma de consumar mis intenciones en el momento más adecuado y de actuar según lo que, cuando encuentre al sujeto, aconsejen las circunstancias que rodeen al presunto fiambre, que ya veo dentro de su cajita de roble, tan mono él. Si el miserable está en su casa y solo, facilitaría la tarea. Quizá una forma sencilla de hacerlo consista en llamar su atención con alguna estratagema expuesta al margen del origen de mi visita, que será pedirle la cuenta de lo que le debo, por supuesto, y entonces contarle, por ejemplo, que he visto a un hombre alto y de aspecto siniestro, vestido con gabardina gris y un sombrero de alas caídas, un hombre sin duda sospechoso, que estaba vigilando su balcón desde la calle. La curiosidad le llevará a salir para ver de quién se trata. Y cuando esté asomado al vacío…un empujoncito certero y ya está. ¡Hasta luego Lucas! A representar actores al infierno.
Respira con satisfacción y sigue elucubrando su plan.
—¿Y la coartada?... Antes pensaba que no sería necesaria si todo sale a la perfección, pero…¿Y si no sale…? Confío en mi buen hacer, pero…¿Y si los hados se confabulan en mi contra? Sí, ya he decidido que debe parecer un accidente, pero, a pesar de todo, creo que debo tener en cuenta una buena coartada que me cubra, no vayamos a tener problemas. Quién me defienda debe de ser una persona que esté dispuesta a jurar que yo estuve con ella toda la noche en la que el pavo se convertirá en chóped. Ya lo tengo. La coartada será Marlén. He de actuar para que, sin que ella se dé cuenta de mis movimientos,  crea que estoy a su lado mientras suceden los hechos que provoquen el final del agente. Entonces nadie sabrá que yo voy a tener algo que ver en su trágico final. Teniendo en cuenta que ella trabaja en ocasiones cerca del domicilio de la rata apestosa de mi agente, me llegaré hasta La nuit, le haré creer que estoy todo el tiempo en el local y, aprovechando su actuación, iré a buscar a ese mal bicho y me lo cargaré como a una vil cucaracha. Luego volveré discretamente hasta la sala y ya está. Todo el mundo contento. Tendré el primer puesto para interpretar a Macbeth. Ya comienzo a intuir los aplausos que el público, rendido ante mi sublime actuación, me dedicará. Ahora debo llamar a Marlén para saber dónde está en este momento.
Inocencio está a la altura de los primeros números de la calle Alcalá. A estas horas de la noche las aceras van como todos los días llenas de gente variopinta y multicolor. Algunos peatones van camino de sus casas después de tomar unas copas con los compañeros de trabajo. Otros salen de sus casas para dirigirse al encuentro con sus citas y van camino de los cines, de los teatros musicales, y de los numerosos locales de todo tipo que blasonan los edificios de esta larga avenida. No por casualidad se la conoce como el Broadway madrileño. La luz de los locales refleja el carisma de la ciudad: de aquí al cielo.
Sigue caminando con cierta tranquilidad no exenta de incertidumbre. Su silueta se confunde con la de las imágenes de los seres que también buscan su parte de cielo desde las calles de un Madrid cosmopolita y multicolor.
—He marcado varias veces el número de Marlén en mi teléfono móvil y no contesta. No sé dónde estará a estas horas. Aunque a todos los actores nos gusta meternos en el papel de otros y jugar a inventar las vidas que desconocemos, lo cierto es que, en lo que se refiere a Marlén, me cuesta hacerlo. Lo que hay dentro de ella, su vida interior, sus pensamientos, sus inquietudes, me resultan el mayor de los enigmas. A veces juego a idear lo que está pensando y le lanzo alguna proposición para ver su reacción. Casi siempre suelo equivocarme en la interpretación que hago de sus actos posteriores. En fin. Ésta es la vida de un pobre aprendiz de las virtudes y los defectos de mi pareja actual. 
Ahora sonríe para sí mismo recordando el sabor de la boca de su amada, la dulzura del tacto de sus labios y la musicalidad del sonido de sus besos.
—Lo mío con Marlén es difícil de explicar. No la entiendo. Aunque eso me suele suceder con todas las mujeres. Es imprevisible. Cambia de humor radicalmente. Pero ejerce un enigmático poder de seducción sobre mí que no puedo comprender por más que lo intento. Sus curvas voluptuosas, su sensualidad, esa boquita que tiene, que es un melocotón dulce, esos andares de gata en celo. Toda ella es pura esencia afrodisíaca. Me costó mucho acostumbrarme a verla besándose con otros hombres, haciéndose arrumacos cariñosos con sus parejas de reparto, o coqueteando con la seducción por imperativos del papel que interpretaba. Y aún me pongo como una bestia, a pesar de saber que se trata solamente de situaciones ficticias, cuando la veo acariciada por otras manos. Entonces me repito sin parar: no es nada más que trabajo.
Los recuerdos de Inocencio se centran en la imagen de su amada como si de repente todo lo demás no existiera.
—Conocí a Marlén en la Escuela de Arte Dramático. Fue durante un curso de expresión no verbal. Interpretamos una escena de atracción sexual en la que no podíamos usar palabras y en la que éramos grabados en vídeo para analizar posteriormente las imágenes y corregir errores. El mayor problema al que me enfrenté fue no demostrar demasiada evidencia hormonal en la escena, es decir, que las hormonas no se saliesen del pantalón y me pusiesen en evidencia. A lo largo de una semana tuvimos que repetir la dichosa escenita varias veces cada día. ¡Qué maravilloso suplicio! Yo estaba encantado. Pero, en el fondo, lo pasaba muy mal al tener que reprimir mis impulsos primarios. Sin embargo, a ella se la veía cómoda, interpretaba con naturalidad movimientos, expresiones faciales, miradas, gestos. Eso me exasperaba, elevaba a la enésima potencia mi deseo y disparaba la codicia por poseer su cuerpo y arrastrarla a la lujuria de la pasión desbordada. La escena nunca salía como la profesora  quería, llegué a pensar que lo hacía a posta, que también a ella le ponía Marlén ya que se acercaba una y otra vez para corregir las posturas mientras la acariciaba explicándome a mí cómo lo tenía que hacer yo.
Un escaparate de ropa interior capta su atención durante unos segundos y la silueta de Marlén aparece dibujada en su mente con uno de aquellos eróticos conjuntos.

—El sábado de esa semana interminable de tensión sexual no resuelta quedamos para tomar unas cañas. Aquella noche apuramos la luz de los bares y acabamos, sin darnos cuenta del tiempo, en mi apartamento. Entonces repetimos la escena sin espectadores y sin profesores que detuviesen nuestros gestos, nuestras manos, nuestras bocas, nuestro deseo. Nos arrancamos las prendas de vestir a mordiscos, lamiendo cada centímetro de nuestras pieles, decorando con carmín o saliva la superficie sorprendida y arrebolada de nuestros cuerpos. Nos entregamos completamente el uno al otro en una danza brutal de contorsiones y de impulsos que los gemidos marcaban con ritmos frenéticos, donde la fantasía de las posiciones era un decorado de sombras en las paredes del dormitorio, donde el furor de nuestras sangres nos llevaba a un permanente compás de nuevas acometidas, de nuevos retos para apoderarnos el uno del otro, de nuevos gemidos que quedaban colgados de los visillos del aire, donde las respiraciones eran una brisa de perfumes, donde cada rincón del dormitorio se había convertido en un jardín tropical en el que brillaba el color de la pasión y del deseo. Y así permanecimos hasta que las primeras luces del día nos vieron caer exhaustos sobre las sábanas. Nos dormimos entrelazados como unas tijeras unidas por los sexos, sin salir el uno de la otra, soldados por el vértice que nos había hecho girar a ambos alrededor del universo. La escena había salido de maravilla.


CONTINUARÁ...

Novela corta
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Mariano Valverde Ruiz (c)

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