jueves, 23 de enero de 2014

UN MUNDO NUEVO (Versión para blog)



UN MUNDO NUEVO


Todo ocurrió en el mes de enero del año 1966.
Una tarde de la segunda semana de aquel enero vio a Margarita cruzar el campo arropada en su abrigo camino de Los Jopos. Sus doce años caminaban con soltura para ir hasta el lugar donde había llegado una caravana de un circo ambulante. Se lo habían dicho por la mañana, en la escuela de Las Norias. Una de sus compañeras de clase, que vivía cerca del lugar de acampada, le había hablado de cosas diferentes, de animales enjaulados, de extraños objetos, de personajes peculiares, de carteles con caras pintadas. Y de luces. Y de colores…
Margarita tuvo que caminar más de tres kilómetros. Atravesó la carretera comarcal que partía en dos sus territorios conocidos, siguió por el camino de Las Oliveras, cruzó la rambla y llegó ilusionada hasta Los Jopos. Allí, en una explanada cercana a la carretera, no muy lejos de un grupo de casas rurales, se habían instalado las gentes del circo. Fue aquella tarde de enero, fría y desabrida, cuando el reloj del tiempo dispuso sobre su destino. Había llegado la hora de que supiese cuál era la razón por la que había venido al mundo.
La novedad era muy excitante. Margarita nunca había oído hablar de cosas semejantes. Aquel hecho era algo inusual y extraordinario en la comarca. Aquella mañana había sentido una llamada hacia lo desconocido. Había escuchado una voz interior que fue la que le guió hasta la explanada de piedras y grava donde un mundo nuevo se había instalado. Tenía curiosidad por conocer. Quería aprender cosas diferentes y satisfacer la necesidad de encontrar diversiones. Cuando llegó a la explanada pudo comprobar que allí estaban aquellos hombres escuálidos, de huesos elásticos; allí estaban los saltimbanquis, los malabaristas, los payasos, todos los personajes que juegan con el hambre para convertirlo en humor y espectáculo. Y todos estaban dispuestos a ofrecer sus actuaciones al público y a pasar después el sombrero para enjugar su sudor con unas monedas milagrosas.
A lo largo de toda la tarde Margarita fue observando cómo realizaban los preparativos para la función. Los singulares personajes del circo habían levantando su carpa con palos, hierros oxidados, lonas viejas y otros elementos. En el interior habían dispuesto sillas plegables alrededor de una pista, en cuyo centro, un enorme poste sujetaba la carpa. El tenderete mostraba su superficie tachonada de agujeros, fruto quizá de los accidentes de montaje o de mordeduras de ratones, por los que se colaban los últimos rayos del sol vespertino. Los artistas habían colocado sus carros en círculo para intentar guarecerse de las inclemencias del viento. Cerca de los carros pastaban los mulos y caballos que les servían de medios de transporte.
Antes de la puesta del sol llegó el momento esperado. Los vecinos se habían ido acercando hasta el lugar y aguardaban el instante en que se abriesen las lonas de la entrada. Un payaso de roja nariz y gran boca, pintado hasta las orejas, al grito de pasen y vean, abrió las lonas de la entrada y dejó franca la vista del interior. Y junto con otros vecinos, Margarita y su amiga, se dispusieron a disfrutar de algo que nunca habían visto. En su casa había dicho que esa tarde la pasaría con su amiga Regina y que irían al circo. Sus padres, ocupados con el cuidado de las ovejas, decidieron dejarla ir sola con la promesa de que si se hacía tarde se quedase en casa de su amiga y regresase a la mañana siguiente. Regina también estaba emocionada. Las dos se colaron por debajo de las lonas y fueron a sentarse en un rincón de la segunda fila, donde se dispusieron a observar todo lo que sucediese.
El espectáculo comenzó en pocos minutos. Tras un vigoroso redoble de tambor que predispuso las almas de los asistentes para la admiración de mágicos momentos, el maestro de ceremonias salió a la pista, saludó al público y presentó la primera actuación. De inmediato aparecieron en escena dos equilibristas que pugnaban por el más difícil todavía. Mientras, el maestro de ceremonias, seguía arengando a los campesinos para que aplaudiesen las peripecias de los artistas. Después apareció un trompetista que hizo sonar la oquedad de su instrumento con la fuerza del viento y su pericia. Las notas que salieron del interior de la trompeta parecían poseer el sentido musical de las grandes obras líricas. Más tarde entró en la pista un hombre gordo que con los brazos levantados sujetaba un tablón de aproximadamente un metro de diámetro, sobre el cual giraba, de un lado a otro, un rodillo movido por un viejo mono. El primate tenía el pelo blanco en varias zonas de su cuerpo, y en otras, el vello brillaba por su ausencia. Iba vestido con un pantalón corto y tenía una cinta amarilla alrededor de la cabeza. Resultaba muy cómico.
Después de la actuación del mono, hubo una pausa que se encargaron de amenizar el tamborilero y el trompetista. Mientras tanto, dos señoras fueron pasando entre las filas de sillas unos cestillos para que los espectadores depositasen unas monedas, o cualquier tipo de bien en especie: ropas, embutidos, frutas. Todo era bien recibido. Se premiaban los gestos con agradecidas sonrisas y estrambóticas flexiones de espalda.
Posteriormente, tres payasos llenaron el espacio del círculo central con algo más que colores: inundaron los ojos y las mentes de los asistentes con la plácida sensación del humor simple y la parodia sencilla; chirigotas sobre cosas mundanas y de general conocimiento. El espectáculo era una representación cómica de la vida en la gran ciudad. Y se hablaba de lugares lejanos como Nueva York, Berlín, El Cairo, Buenos Aires, o Pekín. El mundo podía tener el tamaño de un pequeño circo.
Margarita intuyó que algún día podría contar lo que estaban percibiendo sus sentidos y que podría interpretar las sensaciones que generaban en su interior, que lo podría describir todo con palabras, las mismas que entonces le faltaban y que ni siquiera adivinaba pudiesen existir. Ése era el sueño que siempre había tenido: conocer palabras nuevas que le ayudasen a describir mundos propios y adquirir el vocabulario necesario para hacer realidad lo que su imaginación dispusiera.
El maestro de ceremonias había pronunciado palabras que le sonaron a música celestial. Dijo expresiones como antifaz, prestidigitador, argonauta…Aquellas palabras eran un acicate para conocer otras nuevas e ir llamando cada cosa por su nombre. Regina no paraba de poner caras de asombro y de incomprensión en algún caso. Y Margarita empezaba a comprender que el conocimiento de nuevas palabras vendría unido a la curiosidad, a la iniciativa, a la sustancia del ser humano, al interés por observar cada cosa que se cruzase por su camino, a la lectura de todos los libros que cayesen en su mano.
Quizá fue entonces cuando entendió que buscar el significado del flujo de la vida e intentar escribirlo, prestando atención al lado oscuro de las cosas, era algo paralelo a su destino, a la razón prioritaria de su existencia. Imaginó que, poco a poco, las palabras irían llegando a su mente envueltas en el papel regalo de la experiencia y que se acumularían en la memoria con voluntad de permanencia. No imaginaba lo que minutos después iba a ocurrir.
Varios hombres comenzaron a montar una enorme jaula en el centro de la pista. Una vez montada, el maestro de ceremonias anunció la presencia de Hull, el domador de leones. Un hombre forzudo y con un látigo en la mano salió a la pista. Los tambores hicieron el redoble y por un túnel de rejas aparecieron las figuras imponentes de dos gigantescos leones. El hombre comenzó a dar órdenes a los leones y batiendo el látigo les indicó que se subiesen a un taburete. Los leones contestaban con fieros rugidos que llevaban el miedo a los espectadores. Margarita no era una excepción, agarraba los brazos de Regina con fuerza y nerviosismo. Las dos parecían dar cobijo a sus temores en las manos de la otra.
Uno de los leones se abalanzó sobre el domador y éste le castigó con el látigo. El león gruñó con fuerza, apoyó sus patas traseras en un taburete y de un gran salto pasó por encima de la jaula. El animal fue a caer en la segunda fila, justo encima de Margarita. Un espeluznante grito de horror salió al unísono de todas las gargantas. La gente corrió despavorida buscando la salida entre alaridos. Regina cayó hacia atrás presa del pánico. Después, como pudo se levantó y salió de la carpa. Iba desorientada y llamando a sus padres. El león se quedó quieto. Sus patas delanteras estaban sobre el pecho de Margarita. Olió a la joven. Gruñó con fuerza. Su boca dejó a la vista unas enormes fauces llenas de dietes amarillos. Todo el espacio del circo pareció estremecerse. Se olía la tragedia, la sangre, los orines del león. Margarita estaba completamente inmóvil, paralizada por el terror.
Dentro de la jaula, el domador intentaba conducir al otro león al pasadizo. Fuera de ella, otros dos hombres, con lazos y palos, iban acercándose con sigilo hasta donde la fiera tenía presa a la joven. El león giró la cabeza y volvió a rugir paralizando a los dos hombres. Luego volvió a oler a Margarita y comenzó a lamer su cara. Así estuvo durante unos minutos en los que nadie se atrevió a hacer ningún movimiento, ni ningún sonido. Las respiraciones estaban contenidas. El león podía destrozar a Margarita en cualquier momento.
Durante un largo minuto, la fiera y Margarita se quedaron mirándose a los ojos. La mirada de la joven era totalmente inexpresiva, ausente, como si notase la presencia de la muerte o estuviese arropando su piel con la serenidad de que ya nada era posible, que su vida terminaría en un instante, que sería devorada por un león y sus sueños terminarían en un estercolero. Ya nada importaba. Nada. Ni una sola palabra. La mirada cristalina del león estaba fija en los ojos azules de la joven. Parecía que estuviese adentrándose en un mar desconocido, en unas latitudes que jamás había visto, en las dimensiones azuladas de un océano que ejercía un extraño poder sobre el animal. El león se fue calmando poco a poco. Y de repente, como si se hubiese colmado de la paz azul de la mirada de Margarita, como si se hubiese saciado con el agua azulada de sus ojos, separó sus patas delanteras del pecho de la joven y caminó dos pasos. Luego se detuvo y volvió a mirar el cuerpo paralizado de la joven.
Los hombres agitaron los palos y los lazos. Al otro lado de la carpa se escuchó el rugido del otro animal. El león hizo un leve movimiento y luego inició el camino hacia donde había escuchado a su homónimo. Los dos hombres siguieron tras él. Les fue fácil conducirle hasta su habitual jaula.
Margarita seguía en el suelo sin moverse. El maestro de ceremonias y dos payasos llegaron hasta ella, la incorporaron e intentaron ver si tenía algún daño. Por más que insistieron en preguntarle si se dolía de algo, la joven no pronunció ni una palabra. Se había quedado muda. Los intentos porque hablase siguieron al día siguiente en casa de sus padres. No hubo resultado. Y así sucedió durante días, meses y años.
Durante ese tiempo de silencio. Margarita sólo se comunicaba con los demás por medio de palabras escritas. Se esforzó en mejorar su letra y en hacerla cada vez más bella. Quería hacer una vida normalizada pero seguía sin pronunciar ni una sola palabra. Todos los intentos fueron en vano. Sus padres probaron todos los tratamientos de que tuvieron noticias, tanto de médicos especialistas, como de otros menos ortodoxos empleados por sanadores y espiritistas. Éstos últimos les llegaron a decir que la joven tenía los espíritus de la selva en su interior, que por eso sólo emitía gruñidos y sonidos ininteligibles para los humanos.
A los cuatro años de aquella terrible tarde de enero del 66, el circo volvió a instalarse en el paraje de Los Jopos. Cuando Margarita lo supo, pidió que la llevasen de inmediato. Al llegar al paraje, la joven entregó una nota al hombre que reconoció como el maestro de ceremonias, en la que le preguntaba por el león que había conocido. Le decía que quería verlo. El hombre la llevó hasta la jaula del viejo rey de la selva. Cuando el animal vio a Margarita, se levantó y se acercó hasta las rejas con la mirada fija en los ojos de la joven. Margarita supo en ese momento que la razón de su vida era cuidar de aquel animal, y de los que llegasen hasta sus manos. No sabía si recobraría el habla, pero no le preocupaba. Ahora podía escribir cuanto pensaba. Y con sus nuevas palabras, las que había aprendido en cuatro años de lecturas ininterrumpidas, intentaría explicarles a sus padres, que quería irse con las gentes del circo, que quería dedicar su vida a cuidar los animales que le habían demostrado, sin palabras, que una mirada vale toda una vida.
    

23 de enero de 2014
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Mariano Valverde Ruiz ©    

      

   

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