miércoles, 11 de diciembre de 2013

LOS ERRANTES

LOS ERRANTES



No os he contado nunca lo de aquel día en la playa de poniente. Quizá hoy sea un buen día para hacerlo, para que no olvidéis algunas cosas que están sucediendo ante los ojos impotentes de los que vivimos en una sociedad civilizada. O al menos eso creemos.

Aquella mañana llegué a la playa en busca de energía. Tenía el ánimo cansado de tanto buscar trabajo. Entonces llevaba dos años en el paro y la crisis no hacía posible encontrar empleo. Necesitaba mirar el azul intenso del mar y restablecer mi confianza en el futuro y en mi propia capacidad para superar las circunstancias adversas.

En aquel momento yo era un ser errante como tantos otros que llegan a nuestras costas buscando el paraíso. Me sumergí en el agua y pronto fui una ola asustada que buscaba la caricia leve de una arena acostumbrada a la incomprensión y al asombro. Yo era, en ese momento, una figura sobrepuesta sobre el horizonte que formaba parte de un paisaje donde todos somos un cuerpo desnudo y necesitado.

Pasé la mañana escuchando los gemidos del mar. Un mar que a rachas se convertía en rumor alocado, o espuma embravecida, que peinaba el aire del sur. El mismo aire que trae hasta nuestras costas la desesperación del África triste y hambrienta. En mi piel notaba el hervor ácido de cada instante de zozobra, la inquietud con que mi conciencia quemaba los pensamientos. El tiempo y la melancolía campaban a sus anchas dentro de mis ideas. A veces me distraían los vuelos repentinos de las gaviotas, su dulce balanceo sobre la arquitectura del aire. Ellas también son unas errantes, pensé, tanto como las almas que se asoman a esta orilla con la desesperación en los ojos. Desde el otro extremo del mar, en las arenas del continente olvidado, cientos de personas sueñan con un futuro mejor y ponen su vida en riesgo para intentar conseguirlo.

Durante aquellas horas, yo era uno más, otra máscara huida del tiempo rutinario de las ciudades, otro huérfano de la fortuna que se acercaba a la costa en busca de paz. El ritmo del agua iba marcando la proximidad del cielo sobre la crema rugosa de la playa. Lo hacía con la indiferencia de quien hace su labor sin importarle lo que hagan los demás. Cerca de allí había cultivos de algas y viveros de mejillones que engordaban el orgullo del mar, un mar azul promesa que no ocultaba sus sentimientos. Un poco más al interior, un mar de invernaderos cubría la tierra donde se cultivaban verduras y hortalizas para alimentar nuestra opulenta sociedad. Nada parecía salirse del guión prefijado por la naturaleza.

Alcé los ojos y observé a lo lejos la silueta gris de varios buques de guerra que estaban realizando maniobras. Se les veía al fondo, entre los hilos diamantinos del horizonte verde azulado. Se deslizaban sobre el agua como estelas grisáceas que con sus movimientos vigorosos, y quizá amenazantes, cortaban el límite de la mirada. En aquel momento no los asocié con lo que vería aquella tarde.

Respirar el aire puro de la playa me despertó el hambre y me comí un bocadillo de sardinas que aquella mañana había preparado en previsión de que estuviese más tiempo del esperado junto al mar. Con cada bocado fui contando las imágenes que me sugerían las pequeñas nubes blancas que arrastraba el aire. Y así, sin darme cuenta, me vi en medio de la tarde, igual que un errante de las horas.

Pronto salí de aquel ensimismamiento. Las olas comenzaron a acercar a la playa dos cuerpos de cetáceos agonizantes. Se trataba de dos cachalotes de medianas dimensiones. Me sorprendió su extraña presencia en la playa, y mucho más, la lenta agonía que arrastraban. También eran errantes como yo, errantes como las almas africanas, errantes como las gaviotas, errantes como el aire, errantes como las aguas del mar.

Días después descubrí en los periódicos que consultaba cada día buscando ofertas de empleo, una noticia que explicaba lo que vi. Decían que las ondas vibratorias del sonar de los buques de guerra durante unas maniobras rutinarias, habían producido la desorientación de los cetáceos y su extraña muerte. Ironías de la paz armada. Las maniobras de disuasión son origen del desequilibrio, pensé, del de los peces, del de los hombres y tal vez del del mar. ¿Qué motiva nuestra ceguera? ¿Estamos provocando la agonía de los cetáceos y tal vez, a largo plazo, la nuestra? Los cachalotes trajeron la muerte sobre los lomos de las olas cuando la luz aún sumergía sus tentáculos en el oscuro fondo marino. Era la misma oscuridad que se cierne sobre la superficie de la mente de algunos hombres, que luego humedece el dorso de los mercenarios que trazan barreras en el mar y las espaldas de los comerciantes que venden ilusión a cambio de cruzar la distancia que separa dos costas completamente diferentes.

¿Qué pensarán los peces de nuestros actos? ¿Lo entenderán? No lo creo. Y aunque los peces no comprendan a los hombres, quizá algunos sí comprendamos lo que nos querían decir con su muerte aquellos dos cachalotes. El caso es que hasta aquel momento todo parecía dentro de una normalidad mal entendida. No iba a ser así.

No lo he contado nunca, pero aquella tarde me deparaba una dura sorpresa. Distraído en la observación de los enormes peces que el mar había arrastrado hasta la costa para morir, no percibí lo que sucedía a unas millas de distancia. Una pequeña barca cargada de inmigrantes se había visto sorprendida por la presencia de los buques de guerra. Ante la situación, los hombres que la pilotaban, se lanzaron al agua y fueron rescatados por una lancha que seguía a la patera a poca distancia. Los dos hombres subieron a la lancha y giraron en redondo para poner rumbo a su origen. Lo hicieron a gran velocidad. En la patera quedaron siete hombres, tres mujeres y dos niños, todos abandonados a su suerte. Desde uno de los navíos de guerra se habían detectado los movimientos de las dos embarcaciones y se dirigía a la zona para detener a los navegantes. Los hombres de la patera intentaron poner el motor en marcha en vano y comenzaron a remar con los brazos. Lo hicieron con tanta ansiedad que no calibraron el peso y la patera se inclinó hacia uno de los costados. El empuje de una ola hizo el resto. Todos cayeron al agua. Los gritos me hicieron girar de improviso y percatarme de lo que sucedía. Afortunadamente, el navío de guerra estaba ya muy cerca y pudo rescatar del agua a todos sus desdichados ocupantes. Un final feliz. 

Mientras veía las maniobras de salvamento pensé que de nada les habría servido todo lo que hubiesen pagado a las mafias que organizan la entrada ilegal en el país. Seguramente todos serían deportados y allí acabarían sus sueños.

A los pocos minutos observé que una ola llevaba hasta la orilla un chaquetón de plástico. Lo recogí con curiosidad y hurgué en los bolsillos. En uno de ellos encontré una cartera envuelta en papel de plata y sellada con adhesivo. Estuve pensando en entregarla a la policía. No sé que me llevó a demorar la decisión, pero el caso es que, al final, decidí abrirla y ver qué había dentro. Y lo que encontré fue una carta de amor. Una carta escrita en perfecto castellano, en la que un hombre desesperado por la soledad y la nostalgia, le pedía a su esposa y a sus hijos que hiciesen lo posible por reunirse con él, que para ello les enviaba todo el dinero que había podido reunir, que no podía vivir más sin ellos, y que tampoco podía regresar porque se lo impedía el miedo a las represalias de las organizaciones clandestinas.

La realidad es mala consejera del romanticismo. Ahora lo sé. Todo esto no lo habría contado nunca, pero lo hago ahora, porque casualidades del destino, ayer descubrí quién era el autor de la carta. Yo estaba en la cola del paro cuando se me acercó un hombre con unas señas escritas en un papel. Cuando lo leí, no me percaté de lo que decía, tan solo de su letra. Salí de la cola y le acompañé para mostrarle dónde estaba la dirección que portaba. Era la de la sede de Cáritas. Y aquí encontramos los dos un rayo de esperanza. Comemos y dormimos a cambio de servir a los que no pueden valerse por sí mismos. Y no nos avergonzamos de nuestro destino. Algún día cruzaremos el mar. Él para reunirse con los suyos. Yo para huir de tanta mentira.


11 de diciembre de 2013
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Mariano Valverde Ruiz (c)

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